Cuesta creer que, tras hacernos viajar en el tiempo, cruzar Estados Unidos a sprint y ayudarnos a sobrevivir a un naufragio, a Robert Zemeckis todavía le queden retos que tachar de su lista de ambiciones fílmicas. Pero en efecto, con su fiel adaptación de “Here (Aquí)”, novela gráfica homónima de Richard McGuire, el responsable de títulos como “Regreso al Futuro” (85) o “¿Quién engañó a Roger Rabbit?” (88) nos demuestra que en su extensa y laureada trayectoria aún quedaban algunos rizos que rizar.
¿Os imagináis cuántos acontecimientos y personas han pasado por el mismo lugar físico en el que os encontráis ahora mismo? ¿Y si ese centenar de generaciones estuviera, además, emparentado con las mismas salvedades y alborozos que colman nuestro pequeño día a día? Esa es, sin más, la sencilla premisa sobre la que echa a andar “Here (Aquí)”, uno de los mejores cómics de la última década, cuyas páginas se nos presentan casi como un espejo minimalista de nuestra evolución como sociedad a través de los siglos.
Ni corto ni perezoso, Zemeckis se lía la manta a la cabeza y decide que una idea ya de por sí tan rocambolesca para el noveno arte puede tener también cabida en el séptimo, lanzándonos a la cara un film único, más próximo a una experiencia inter-emocional que a un proyecto audiovisual al uso. La extrema lealtad ofrecida por el director hacia el texto original de McGuire (asiduo colaborador gráfico en The New Yorker y bajista de Liquid Liquid) es, de forma unísona, su mejor y peor virtud. Zemeckis innova con osada inconsciencia en las formas y traslada a la gran pantalla el lenguaje de la viñeta como nadie había hecho nunca antes, tirando de ingeniosas transiciones y de escenas breves y directas (casi como si de ofrendas teatrales se tratase) para exprimir al máximo las posibilidades narrativas de un limitado entorno.
Eso sí, todos sus elementos son, al mismo tiempo, propios de un idioma que continuamente parece indicarnos ser ajeno al molde, haciendo que, tal vez, el espectador necesite ser advertido. Y es que a pesar de los esfuerzos de Zemeckis por darnos un hilo argumental al que asirnos (tejido principalmente a partir de unos reencontrados y digitalizados Tom Hanks y Robin Wright), la cinta escapa de toda convención expositiva y en medio de su traslado paratextual es donde corremos el riesgo de perdernos si no prestamos una adecuada atención a sus continuos avances y retrocesos (a diferencia del cómic, aquí no tendremos letreros extradiegéticos indicándonos el año de cada secuencia, sino que serán los pequeños detalles los que nos irán guiando).
Con todo, y a pesar de su excepcional naturaleza y de esa bulímica entrega de arcos argumentales que orbitan alrededor de esta peculiar ubicación, el cineasta hace los deberes sacando a flote su mejor arsenal de recursos lacrimógenos a fin de que su travesía temporal no pierda fuelle. Conjugado en un emocionante tono que parece querer hacernos conscientes a toda costa de los paralelismos que arrastramos con nuestros ancestros, el ritmo de la propuesta es tan exigente como ágil, conmoviéndonos desde el lugar común y el recurso menos obvio.
Mientras vemos pasar por pantalla a temerarios aviadores, ingeniosos inventores, embarazos prehistóricos y hasta víctimas del COVID (cortesía de Zemeckis, como guiño a nuestro presente), la constante que perdura en el metraje y que acompañaremos con voyerístico cariño durante el mismo es la de esa tesitura familiar presentada por una prole americana media, tristemente condenada a renunciar a sus sueños en virtud del bien doméstico.
La vida y su antónimo desfilan en poco más de hora y media, retratando las pequeñeces de la rutina y enalteciendo todo tipo de sentimientos compartidos (los festejos colectivos dictados por el calendario, la enfermedad y la degeneración, o el hartazgo y la apatía conyugal). Temas habituales de cualquier ficción costumbrista que se precie, pero que aquí adquieren un nuevo valor humano gracias a una puesta en escena sin precedentes y a la no menos meritoria banda sonora de un sobrecogedor Alan Silvestri. Nunca un plano fijo dio tanto de sí y si compramos a tiempo su inusual código, nosotros también querremos quedarnos “aquí” para siempre.
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