Desde el estreno de la segunda película de Paolo Sorrentino, “Las consecuencias del amor”, en 2004, en la que combinaba el más italiano de los subgéneros fílmicos, el cine sobre la mafia, con una tristísima y desesperada historia de amor, estaba claro que nos hallábamos ante un gran director. Desde que pudimos ver su sexta obra en 2013, “La gran belleza”, no cabe duda de que se trata de uno de los más importantes creadores en activo del panorama cinematográfico mundial. Alguien que, además, ha restaurado la credibilidad del cine italiano como no sucedía desde la época gloriosa de los Rossellini, Bava, De Sica, Monicelli, Argento, Leone o Visconti.
Y, sobre todo, de Fellini, un nombre que se ha asociado con insistencia a Sorrentino desde “La gran belleza”. La historia de Jep Gambardella, árbitro de la elegancia de la noche romana, un escritor y periodista que ya no escribe, un dandi desencantado, lúcido, al que ponía rostro su actor-fetiche, un extraordinario Toni Servillo, traía a la memoria inevitablemente uno de los títulos míticos del genial director de Romaña: “La Dolce Vita”, con su mezcla de virtuosismo formal, frivolidad aparente y angustia existencial de fondo. De igual modo, es imposible acercarse ahora a “Fue la mano de Dios” sin recordar a “Amarcord”. En ambos casos, se trata de echar la vista atrás; nos presentan un relato abiertamente autobiográfico y, en particular, Sorrentino nos desvela un episodio trágico que destruyó el paraíso de su infancia.
Nos encontramos a inicios de los ochenta en la bulliciosa, terrible y bellísima Nápoles, en un barrio de clase media. La acción se centra en una familia típica de la época, con el cabeza de familia, un empleado bancario comunista (un Toni Servilio tan impagable como siempre), una abnegada madre ama de casa que trata de poner un toque de buen humor a los pequeños dramas cotidianos, una hermana que se pasa el día encerrada en el baño, un hermano mayor que aspira a convertirse en actor… y nuestro protagonista, un adolescente, Fabietto, o Fabiè (Filippo Scotti), la versión de sí mismo que nos da Sorrentino. Quien, por otro lado, está secretamente enamorado de su seductora y atormentada tía Patrizia (una magnífica Luiza Ranieri, emulando a Sophia Loren o a la Cardinale).
Son felices e infelices como cualquier otra familia; están cargados de problemas y secretos como cualquier ser humano real. A su alrededor gira una amplia galería de personajes disparatados y excéntricos con los que Sorrentino rinde homenaje a la tradicional comedia italiana, sin hacer apenas concesiones a la corrección política actual, lo que contribuye a hacerlos más creíble; nos sitúa un mundo en el que el deseo masculino estaba a menudo empañado de machismo y existía un constante doble rasero en lo que se refiere a su equivalente femenino; donde los problemas psiquiátricos son un estigma social insuperable.
Aunque a Fabietto le gusta el cine, su gran pasión es el fútbol; el mejor jugador del planeta, Maradona, ha aterrizado en Nápoles y toda la ciudad vibra con sus triunfos, tanto los que obtiene con el club local como con la selección argentina. La primera vez que consigue el permiso de sus padres para quedarse en casa solo a ver un partido ocurre algo que lo cambia todo para siempre. Lo que transcurría ante nuestros ojos como una comedia tierna y desenfadada, una celebración de la vida, deja paso al roce de la muerte; y con él, a la primera madurez. Junto al dolor, halla a un mentor y también, insospechadamente, a una musa; halla el camino que lo conducirá al arte.
El resultado es magnífico: probablemente, la mejor película de Sorrentino desde “La gran belleza”. En esta ocasión, menos exuberante a nivel visual, más íntimo y centrado, pero con la misma sensibilidad embriagadora, con la misma afanosa búsqueda estética. “Fue la mano de Dios” es una película extremadamente emotiva y sensual, y llena de amor al cine italiano clásico. Está habitada por unos personajes de una tremenda humanidad. Aunque llegará a los pocos días de su estreno en cines a Netflix, es una película que merece la gran pantalla.
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