Franklin
Cine - Series / Timothy Vann Patten

Franklin

8 / 10
JC Peña — 06-08-2024
Empresa — Apple TV
Fotografía — Cartel de la serie

Otra de las grandes apuestas de Apple TV para este año es una serie a contracorriente, y que merecía mejor suerte: en un momento en el que el sensacionalismo (ahora lo llaman “true crime”) y las patologías de diverso alcance llenan la ficción de modo algo cansino (con psicópatas y asesinos más o menos dementes a la cabeza), el gran encanto de “Franklin”, con sus diálogos chispeantes y sus personajes ambiguos llenos de claroscuros, está en la sutileza y la fina inteligencia. Desde sus fabulosos títulos de crédito, la serie promete ser especial. Lo cumple, con una galería de personajes muy bien escritos e interpretados.

Hacía tiempo que una ficción (aunque basada en hechos históricos) no se metía con tanta gracia en las pantanosas aguas de la política sin caer en esos maniqueísmos infantiloides que dominan la escena. Además, hablando de recreaciones históricas, Apple compensa indirectamente el fiasco del insufrible "Napoleón" de Joaquin Phoenix, que pecaba precisamente de trazo grueso. Pero parece que “Franklin” no ha convencido ni a los demandantes de sensacionalismo ni a los que querían ver en pantalla a una especie de monigote hierático. Una pena.

Basada en el libro “A Great Improvisation” de Stacy Schiff –coguionista de los ocho episodios-–, esta joyita relata las complicadas y entretenidísimas peripecias palaciegas y diplomáticas de uno de los padres fundadores de los Estados Unidos. El impresor Benjamin Franklin viajó a París junto a su joven nieto Temple a pedir ayuda para su causa en lo peor de la guerra de independencia que les enfrentaba a la corona británica. En los suntuosos salones y teatros de la capital francesa prerrevolucionaria, el viejo patriota tuvo que dar rienda suelta a su astucia natural y su brillantez argumentativa para ganarse a los franceses influyentes –empezando por el ministro de asuntos exteriores que reporta al Rey Luis, pero también a ricos comerciantes–, en un momento en el que los norteamericanos llevan todas las de perder, y no pueden ofrecer más que promesas más o menos vacuas.

La serie está primorosamente ambientada, con iluminaciones de velas a lo “Barry Lyndon” y un despliegue de escenarios y vestuarios deslumbrante, a la altura de la mejor producción cinematográfica. El equipo recrea aquella época fascinante sin ahorrarse los más mínimos detalles, como casi nunca se ha visto en televisión. Pero es en el guion –la fabulosa escritura de diálogos– y en el sólido trabajo actoral donde brilla más. Tim Van Patten, en su momento hombre fuerte de HBO –todo un síntoma– se encarga de la dirección de un proyecto que tiene pinta de haber sido obsesión su protagonista, Michael Douglas.

Con su carrera irregular un poco dispersa y a la sombra gigantesca de su padre, a Douglas (y no olvidemos que protagonista de una de las mejores películas de los noventa: “Un día de furia”) siempre le hemos tenido como un actor decente, pero nunca a la altura de los mejores. Su Benjamin Franklin se parece mucho al papel de una vida: un tipo simpático, sagaz e inteligente bon vivant, bromista y bastante liante, mujeriego y de voluntad de hierro, pero que no se permite caer en el fanatismo. Un hombre, en suma, lleno de virtudes y sentido común, con ese encanto imprescindible para influir en los demás y atraerlos a su causa. Douglas se echa la serie sobre sus hombros, y lo hace como su personaje: con la naturalidad y encanto de quien no quiere la cosa.

La puesta en escena de Van Patten (un fiable todoterreno que cuenta en su currículum con numerosos episodios de producciones del nivelazo de “Los Soprano”, “Boardwalk Empire”, “Band Of Brothers” o “Juego de tronos”) es sobria y deja margen a un elenco de actores norteamericanos, franceses y británicos (maravilloso el antipático pero entrañable John Adams del excelente actor londinense Eddie Marsan) que sacan todo el jugo al material que tienen entre manos.

La serie disecciona con brillantez los mecanismos intrincados del juego político y diplomático, del fin que justifica los medios y los cadáveres que deja por el camino. En tiempos tan refractarios a las filigranas y con tanto producto tosco de consumo rápido, es normal que las peripecias de hombres empelucados y mujeres a su sombra –qué maravilla la relación del protagonista con la aristocrática señora Brillon– hayan pasado de puntillas, con los tontos de turno criticando incluso la necesaria humanización que de su personaje hace el actor protagonista.

Si “Franklin” es un elegante anacronismo en relación al rumbo predominante en la ficción comercial –con aparatosos truños “históricos” del estilo de “Los Bridgerton”–, bienvenido sea.

 

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