Érase una vez el Oeste
Cine - SeriesPeter Berg Y Mark L. Smith

Érase una vez el Oeste

8 / 10
JC Peña — 30-01-2025
Empresa — Netflix
Fotografía — Cartel de la serie

El western, como género cinematográfico puramente norteamericano, nunca acaba de irse. En realidad habría que calificar la espléndida mini serie de Peter Berg (“El único superviviente”) y Mark L. Smith como “pre-western”, porque se ambienta en 1857, antes de la Guerra Civil, cuando la noción mitológica del Oeste se estaba forjando en un país que se estaba haciendo literalmente sobre la marcha.

“Érase una vez el Oeste” –por cierto, qué absurdo lo de robarle el título a Sergio Leone, con quien no tiene nada que ver– o más bien “American Primeval” si recurrimos al título original, está estrechamente emparentada con “El renacido”. Su mismo guionista propone aquí otro viaje a un tiempo brutal, esta vez a la salvaje “frontera” de Utah, cuando emigrantes europeos, aventureros, buscavidas, cazadores de recompensas, mormones resentidos, militares de la caballería, prófugos de la justicia, granujas y tribus de nativos cabreados con los intrusos colisionaban en un entorno de violencia atroz difícilmente imaginable.

Pese a un arranque peligrosamente espasmódico –demasiados planos para una trama que requiere a todas luces un enfoque clásico–, la mini serie de Berg –quien, no en vano, empezó su carrera allá en los noventa, recordemos, como un Tarantino de segunda, y conserva algunos vicios juveniles– se asienta.

La propia historia lleva a su director a dejarse de moderneces poniéndose a su servicio. El eje narrativo es el tortuoso viaje de una mujer (Betty Gilpin) y su hijo pequeño –que huyen de algo oscuro sucedido en la Costa Este del país–, guiadas a través del territorio salvaje por un montaraz lugareño criado en una tribu de la zona (Taylor Kitsch).

El formato de mini serie demuestra otra vez ser ideal cuando se tiene algo sustancioso entre manos. Porque la base de la producción está en el inspirado guion de Mark L. Smith (no confundir, por favor, con el añorado líder de The Fall), que no hace apenas concesiones a las chorradas en boga con las que hoy a menudo se pretende contentar a todo el mundo. Cierto que la imagen del fanático Brigham Young, caudillo de los mormones, no sale bien parada, y, sin menoscabo del espléndido trabajo del actor Kim Coates, se acerca a la caricatura… pero ya sabemos de lo que suele ser capaz la gente que se cree en posesión de la verdad revelada.

La ambientación en este pre-salvaje Oeste mugriento es magnífica. Los paisajes majestuosos y primarios funcionan como elemento esencial, una constante del género que llevaron a la perfección gigantes como John Ford. Y el intenso trabajo de los protagonistas, como el de los secundarios, es excelente. El rodaje en gélidos exteriores naturales les beneficia, mostrando de nuevo que no hay nada para los actores como crear un mundo de verdad en lugar de en una pantalla.

La sobrecogedora secuencia central de la masacre de los pioneros –que sucedió históricamente dentro de la olvidada guerra entre el ejército norteamericano y las milicias de mormones– tiene similar regusto visceral que la escena equivalente de “El renacido”; las penurias de los personajes nos importan, y el amargo final, con un punto épico, es perfecto como desenlace de una de esas trágicas historias de amor que, como pasaba en “La diligencia” de Ford –cima eterna del género–, se vuelven incandescentes a través de las miradas y los silencios.

 

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