El Conde
Cine - Series / Pablo Larraín

El Conde

8 / 10
Óscar Baamonde Castro — 29-09-2023
Empresa — Netflix
Fotografía — Cartel de la película

En su décimo largometraje, “El Conde”, Pablo Larraín presenta como protagonista al dictador chileno Augusto Pinochet, un proyecto de vida que ha conseguido tomar forma muchos años después para enfundar a Pinochet en traje de gala, capa negra y colmillos. El realizador chileno, autor de obras como “Jackie” o “Spencer” que ya abordaban el terreno del biopic desde una mirada alejada de lo convencional, persigue la huella del famoso ex-gobernante a través de doscientos cincuenta años de vida para repetir y recordar los terribles sucesos. Una huella que indirectamente ha estado presente a lo largo de su filmografía.

Tras más de dos siglos de vida, Pinochet (Jaime Vadell) está cansado de una vida eterna a base de sangre y corazones de mujeres jóvenes. Harto de ser recordado como un ladrón en su país, sólo desea morir y traspasar la herencia a los hijos/as. Sin embargo, pronto se ve asfixiado por los retorcidos planes que tiene su esposa Lucia (Gloria Münchmeyer) para él y las presiones de sus cinco hijos/as ansiosos por recuperar la fortuna familiar. La llegada de una joven contadora (Paula Luchsinger) de documentos y papeles de la herencia lo cambiará todo para el conde y su familia.

Un retrato satírico cargado de un humor negrísimo y bañado en fantástico y terror (recordemos el enredo entre el conde y su mayordomo por ver quién disfruta más matando) en el que ficción y realidad se dan la mano para configurar una historia abrumadora, alocada y, por supuesto, de una enorme valentía. En la pantalla, los pensamientos y sensaciones de los personajes se mimetizan con la realidad dando lugar a un escenario indefinido e indescriptible, un juego que ya estaba presente como mencionábamos en anteriores trabajos del cineasta sudamericano. Sin parodiar a los distintos personajes o realizar una caricatura que ralle en lo ridículo, la obra filtra la comedia a través de afilados diálogos cargados de mala leche. El guión ha sido un trabajo a cargo del propio Larraín y su habitual socio Guillermo Calderón. Las influencias expresionistas y del terror de la Universal se evidencian en una cinta que maneja en todo momento una estética gótica, un tono sobrio acompañado de un precioso blanco y negro (tenemos a Edward Lachman como director de fotografía) que desde la música hasta la brillante puesta en escena recuerda a esas películas de género de la primera mitad del siglo XX, eso sí no pueden faltar momentos gore a base de hemoglobina a chorro, tripas y guillotinazos al más puro estilo de la revolución francesa.

Larraín hace de su película, una experiencia de preciosistas estampas, de primeros planos y el plano-contraplano para encadenar conversaciones deliciosas, complejas, inteligentes y mordaces que escupen ácido a la pantalla. A destacar, los personajes del mayordomo y vil súbdito, Fyodor (Alfredo Castro) y la monja, Carmen (P. Luchsinger), que otorgan una gran fuerza narrativa al metraje a partir del segundo acto, sobre todo en el caso del personaje de Carmen, permitiendo desarrollar la propuesta inicial.

En su acto final, el cineasta chileno alude a la memoria y al imaginario colectivo, realiza una promesa y por consiguiente, manda un aviso, una advertencia ante el peligro constante como el cáncer que debe ser extirpado. Una promesa de justicia de un director audaz y de visión única y personal con el pueblo chileno.

 

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