En su décimo largometraje, “El Conde”, Pablo Larraín presenta como protagonista al dictador chileno Augusto Pinochet, un proyecto de vida que ha conseguido tomar forma muchos años después para enfundar a Pinochet en traje de gala, capa negra y colmillos. El realizador chileno, autor de obras como “Jackie” o “Spencer” que ya abordaban el terreno del biopic desde una mirada alejada de lo convencional, persigue la huella del famoso ex-gobernante a través de doscientos cincuenta años de vida para repetir y recordar los terribles sucesos. Una huella que indirectamente ha estado presente a lo largo de su filmografía.
Tras más de dos siglos de vida, Pinochet (Jaime Vadell) está cansado de una vida eterna a base de sangre y corazones de mujeres jóvenes. Harto de ser recordado como un ladrón en su país, sólo desea morir y traspasar la herencia a los hijos/as. Sin embargo, pronto se ve asfixiado por los retorcidos planes que tiene su esposa Lucia (Gloria Münchmeyer) para él y las presiones de sus cinco hijos/as ansiosos por recuperar la fortuna familiar. La llegada de una joven contadora (Paula Luchsinger) de documentos y papeles de la herencia lo cambiará todo para el conde y su familia.
Un retrato satírico cargado de un humor negrísimo y bañado en fantástico y terror (recordemos el enredo entre el conde y su mayordomo por ver quién disfruta más matando) en el que ficción y realidad se dan la mano para configurar una historia abrumadora, alocada y, por supuesto, de una enorme valentía. En la pantalla, los pensamientos y sensaciones de los personajes se mimetizan con la realidad dando lugar a un escenario indefinido e indescriptible, un juego que ya estaba presente como mencionábamos en anteriores trabajos del cineasta sudamericano. Sin parodiar a los distintos personajes o realizar una caricatura que ralle en lo ridículo, la obra filtra la comedia a través de afilados diálogos cargados de mala leche. El guión ha sido un trabajo a cargo del propio Larraín y su habitual socio Guillermo Calderón. Las influencias expresionistas y del terror de la Universal se evidencian en una cinta que maneja en todo momento una estética gótica, un tono sobrio acompañado de un precioso blanco y negro (tenemos a Edward Lachman como director de fotografía) que desde la música hasta la brillante puesta en escena recuerda a esas películas de género de la primera mitad del siglo XX, eso sí no pueden faltar momentos gore a base de hemoglobina a chorro, tripas y guillotinazos al más puro estilo de la revolución francesa.
Larraín hace de su película, una experiencia de preciosistas estampas, de primeros planos y el plano-contraplano para encadenar conversaciones deliciosas, complejas, inteligentes y mordaces que escupen ácido a la pantalla. A destacar, los personajes del mayordomo y vil súbdito, Fyodor (Alfredo Castro) y la monja, Carmen (P. Luchsinger), que otorgan una gran fuerza narrativa al metraje a partir del segundo acto, sobre todo en el caso del personaje de Carmen, permitiendo desarrollar la propuesta inicial.
En su acto final, el cineasta chileno alude a la memoria y al imaginario colectivo, realiza una promesa y por consiguiente, manda un aviso, una advertencia ante el peligro constante como el cáncer que debe ser extirpado. Una promesa de justicia de un director audaz y de visión única y personal con el pueblo chileno.
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