Viendo “Dune” me imaginé siendo el nieto de Denis Villeneuve fardando ante inocentes compañeros de clase: “Mi yayo hizo ‘Dune’”. ¿Quién puede competir contra eso? ¿Quién puede competir contra el poderío de sus imágenes: la inmensidad del desierto del planeta Arrakis, el esplendor arquitectónico de un futuro que nos insinúa el antiguo Egipto, la atroz belleza de las criaturas subterráneas de las dunas y sus agujeros blancos? Ni siquiera podría el nieto de Hans Zimmer, quien le pone sonido, perdón, música. Sabiendo que tu abuelo es capaz de moverse en esos mundos, uno encara con mayor tranquilidad el futuro en esta época incierta. Manden al espacio exterior al explorador Villeneuve, no al turista Bezos. Nos irá mejor.
Este “Dune” es cruel en la medida que lo es el tiempo. Cruel con David Lynch, que dirigió hace casi cuarenta años la primera adaptación de la novela de Frank Herbert y en la que se confundían ridículos golpes de humor voluntario con otros no deseados. El nuevo “Dune”, el bueno, es una enmienda a la infantilización del fantástico y de los grandes espectáculos. Sobria, es tan rotunda que los escasos chistes de la película –Bardem y su saliva– pasan desapercibidos.
Y también es cruel con otros cineastas surgidos fuera de Hollywood que no han sabido mantener su idosincrasia una vez han sido succionados por las majors. Uno piensa en Kenneth Branagh, ex nuevo-Laurence-Olivier. (Ahora dicen que se ha reencontrado con su mejor cine volviendo a sus orígenes irlandeses en Belfast. Como tiene que ser).
¿Y es que alguien podía pensar cuando Villeneuve irrumpió en la escena internacional con su cuarto largometraje, “Incendios”, adaptación del mundo tortuoso del dramaturgo libanés Wajdi Mouawad, que en menos en diez años se convertiría en un nombre clave de la ciencia ficción del siglo XXI? Villeneuve es un cineasta grave –difícil que le veamos haciendo una comedia– e imprime esa gravedad a sus personajes. Ya lo hacía en “Sicario”, en “Prisioneros”, en “La llegada”. Películas distintas, pero suyas. En “Dune” se toma su tiempo y la presentación es de una claridad de exposición admirable: lo hace parecer sencillo. Esa sencillez que te hace sentir mal por entenderlo a la primera. Tiene el talento de los clásicos.
“Dune” es otro viaje del héroe de quien no quiere serlo –un buen Chalamet, intenso pero no cargante– y el reflejo de nuestro mundo en constante conflicto y con escasa voluntad de entendimiento, pese a que su diversidad étnica y lingüística así lo reclama. El aspecto comunicativo vuelve a ser de interés para el cineasta canadiense, tema al que consagró “La llegada”. En su “Dune” –a diferencia del de Lynch, más preocupado por la explicitación de los pensamientos y la uniformidad del lenguaje–, pone de manifiesto esa diversidad, e incorpora, en un detalle integrador propio de nuestros días, el lenguaje de signos.
Pero la película no es perfecta: Zimmer empieza a dejar de hacer gracia. Su omnipresencia sonora, su permanente muro del sonido particular, oculta cualquier atisbo de sutileza acústica como cuando el aliado musical de Villeneuve era el finado Jóhan Jóhansson en “La llegada” o “Sicario”. Y hay un exceso de flash-forwards oníricos que embarran la narración en la segunda parte, cuando el qué importa más que el quién.
Queda la incógnita de cómo será la próxima segunda entrega. ¿Compensará la calma de la primera con un aumento de la furia, al contrario de lo que hacía Tarantino en su díptico “Kill Bill”, con una primera parte furibunda y una segunda verborreica? ¿O seguirá supeditando la acción a los personajes? Si la de Lynch nos ha de servir de guía, se adivina la primera opción. Si es así ¿cómo se desenvolverá el cineasta? Sugerente incógnita.
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