“Almas en pena de Inisherin” ganó recientemente el Globo de Oro a la Mejor Comedia, circunstancia chistosa que delata, o bien, una incomprensión flagrante del film, o bien, una visión cínica de la existencia humana por parte de aquellos que otorgan el galardón. Lo nuevo de Martin McDonagh, quien nos deleitó hace un lustro con la, esta vez sí, tragicómica “Tres anuncios en las afueras”, ha realizado ahora un film grave, donde el humor queda enterrado bajo los acontecimientos incomprensibles, grotescos y violentos que jalonan el crescendo del film.
A partir de una excusa argumental local, McDonagh construye un film político de alcance mayor sobre la absurdidad de los conflictos, la irracionalidad de los comportamientos humanos, los efectos nocivos del individualismo y la pérdida de la esperanza. Ambientada hace un siglo en una pequeña isla irlandesa a resguardo de la guerra civil que se dirime en territorios principales, la decisión inesperada de un lugareño –espléndido Brendan Gleeson– de romper su amistad con su inseparable colega –notable Colin Farrell– inicia un conflicto de consecuencias inesperadas.
Sin embargo, o, tal vez, precisamente por eso, “Almas en pena de Inisherin” es un film que no se goza. Su losa (consciente) está en su declaración de intenciones. El extremo de las situaciones planteadas, esa espiral de irracionalidad generada por la radical decisión de Gleeson, que le sirven al cineasta para tejer su discurso, conduce la historia por vericuetos tan insólitos como difíciles de creer, sensación reforzada por la introducción de elementos cuasi fantásticos, como esa arpía de pueblo que se nos aparece al estilo de parienta irlandesa de las tres brujas de Macbeth.
Pese a ello, el film demuestra la fuerza creativa del autor y su talento para la descripción de personajes y destaca por un diseño de sonido que privilegia el silencio en tiempos de estruendo, así como permite el lucimiento de una luminosa Kerry Condon y un abrazable Barry Keoghan.
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