Damien Chazelle, avalado por Hollywood como el director más joven en conseguir un Oscar con solo treinta y dos años por “La La Land”, se suma con “Babylon” a los cineastas que han sacado los colores a la Meca del Cine como Billy Wilder (“El crepúsculo de los dioses”), David Lynch (“Mulholland Drive”) o Robert Altman (“El juego de Hollywood”), entre otros.
A diferencia de estos, Chazelle opta por la opulencia, por devolverle a Hollywood la misma fuerza avasalladora con la que, parece decirnos, esta tritura esperanzas, destruye ilusiones y aniquila ánimos: “Babylon” cruza la fastuosidad de Baz Luhrmann con la mugre de Darren Aronofsky.
Aunque el cineasta ya había hablado de los sacrificios y las frustraciones en la urbe angelina en “La La Land”, “Babylon” sorprende, al ser de alguien que en cintas anteriores se había mostrado más cerebral que apasionado, por la virulencia del retrato de un momento crucial de la historia del cine, el advenimiento del sonoro. Busca víctimas y las encuentra, sobre todo, en un galán en decadencia (Brad Pitt con piloto automático) y una joven estrella asilvestrada aplastada por el sistema (una entregada Margot Robbie).
Como si tuviera que rendir cuentas urgentes e inesperadas a una industria que, al menos sobre el papel, parece haberle sido generosa, Chazelle concentra excesos de todo tipo –alguno de los cuales recuerda a famosos escándalos de la etapa silente, como el del cómico Fatty Arbuckle– y se sirve de un humor escatológico para dibujar un panorama ciertamente babilónico. El director se regodea en vómitos, defecaciones animales e ingestas repulsivas para destapar las cloacas de la fábrica de ilusiones. El problema yace en que Chazelle tiene claro dónde quiere llegar y, pese a que incluye dos o tres momentos brillantes, no le importa demasiado la argamasa que los une. Así, por ejemplo, se entretiene en episodios innecesarios y alarga situaciones dramáticas a la vez que desatiende relaciones entre personajes que darían mayor profundidad al relato.
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