Vaya por delante que Wes Anderson ya nos advirtió con “La Crónica Francesa” (21) sobre sus intenciones por rizar el rizo de su expresión y autoría personal, dejando definitivamente fuera de su oferta a espectadores indecisos, y mucho más a detractores absolutos. Por ello, no deberíamos llevarnos las manos a la cabeza al comprobar que su nueva propuesta, “Asteroid City”, es directamente café para muy cafeteros y representa la actual, y ya previamente intuida, etapa menos accesible de este maestro de la simetría y de los colores pastel.
Sumergidos en el Chinchón más western e intrigados por la mirada a la “Estudio 1” que nos propone el cineasta, atestiguamos un creciente relato que explora como nunca antes el meta-lenguaje narrativo, alternando realidad y ficción en un juego de espejos en el que nada es lo que parece. No obstante, y a pesar de sus ingeniosos intentos por hilar ese entrar y salir constante, nuestra capacidad para conectar del todo con su argumento se verá continuamente en riesgo por esa casi incómoda disección de la cinta en pasajes y escaletas que incluso llegará a torpedear su desarrollo.
Borracho de sí mismo y de sus icónicos emblemas direccionales, Anderson hará lo posible para que nos quedemos dentro de sus paisajes áridos y saturados, de su América más Norman Rockwell, de sus encuadres cartesianos, y de ese romanticismo naíf y perspicaz que se construye a partir de estrambóticos diálogos y de rocambolescas circunstancias. Porque sí, a Anderson no se le puede negar la virtud de dibujarnos una sonrisa a partir de sus característicos travellings en los que fluyen golpes de humor rápidos, en ocasiones hasta en segundo plano, como tampoco se le puede poner un pero a los detalles de su propuesta visual y estética, meticulosamente cuidada hasta la compulsión. Sin embargo, no tardaremos mucho en darnos cuenta de que todo ese esfuerzo por subrayar su firma es en el fondo la tapadera de un insalvable y agónico sentido narrativo que hace lo que buenamente puede por sobrevivir.
Expectantes, y tras la previa presentación de un asfixiante elenco de caras conocidas, aguardaremos a que Anderson decida dirigirnos a algún lugar concreto. Pero simplemente será su enfriada entrega la que se encargue de dejarnos con las ganas de saber más sobre las diferentes líneas de esa saturada colección de protagonistas, convertidos para nuestra desgracia en meras pinceladas dentro de un todo. Una utilización casi pueril de unos recursos de lujo, que también percibiremos en el inmerecido segundo plano al que pasa la música del recurrente Alexandre Desplat, quien gozará de contados momentos de relevancia –como la divertida secuencia del encuentro alienígena, donde Anderson vuelve a recordarnos su buena mano para la animación- en favor de una banda sonora de caspa cowboy y yódeles nasales.
Poco más que su envoltorio y sus puntuales intentonas por dibujar un subtexto de emoción e introspección (con esos niños comportándose como adultos, y esos adultos comportándose como caricaturas) es lo que mínimamente podremos rescatar de un Anderson ensimismado y encerrado en su discurso más yoísta. Un cuadro que admirar, pero que no querrías colgar en tu salón. Un caramelo para los ojos que a la media hora te has cansado de chupar. Para el acérrimo seguidor del director, supondrá un atracón de todo aquello por lo que se le rinde pleitesía; para el espectador de butaca inquieta, en cambio, conllevará todo un ejercicio de paciencia y tragaderas que ni siquiera su comedido metraje compensará.
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