Se ha hablado mucho estos últimos días de “Akelarre”, la nueva película de Pablo Agüero, sobre todo estableciendo relaciones con todo lo sucedido con “El hoyo”. Y vale, es cierto que es interesante estudiar la importancia que parece estar teniendo Netflix a la hora de conseguir recuperar propuestas nacionales, en especial de género, y lanzarlas al público mainstream global, consiguiendo que sean los títulos más vistos de la plataforma. Pero creo que es más relevante hablar de cómo parece estar conectando con el espectador esta nueva vertiente del fantástico español que ansía utilizar el género como motor del comentario social.
“El hoyo” parecía abordarlo desde la perspectiva de la fábula pesadillesca, recuperando esa tradición televisiva de Ibáñez Serrador y Mercero por la crítica social distópica como vehículo para señalar las injusticias estructurales capitalistas y la toxicidad que puede llegar a generar el individualismo neoliberal. Sin embargo, “Akelarre” parece sustituir la fábula por la leyenda, el presente distópico por un injusto pasado sombrío que sólo parecía iluminarse cuando entraba en contacto con la llama de lo fantástico.
“Akelarre” es mucho más que una estimulante reivindicación del folklore euskaldun, es una demostración de cómo la intolerancia parece por desgracia atemporal, de cómo el odio no es más que un mecanismo de defensa sobre aquello desconocido que nos hace sentir vulnerables. Porque en este tan gótico como romántico cuento cinematográfico en clave feminista, la intolerancia va transfigurando en miedo y el miedo en admiración, remarcando con maestría lo ambigüos que pueden llegar a ser los antónimos, lo cerca que pueden llegar a estar la repulsión de la atracción.
Como si de una especie de “Las mil y una noches” euskaldun se tratara, “Akelarre” habla de cómo de necesario es abrazar el mito, la metáfora y el cuento, del poder curativo e hipnótico que el fantástico puede llegar a tener para enfrentarnos a una realidad dañina. El filme acaba siendo una visceral coreografía construida por aquellas que fueron obligadas a bailar, un furioso cántico entonado por aquellas que no tuvieron otro remedio que hacerlo. “Akelarre” es, en definitiva, una historia de brujas protagonizada por aquellas que no lo eran, pero se vieron obligadas a serlo.
Toda esa rabia que impregna la narrativa de la película se pone en escena a partir de un apartado visual que encuentra en la referencia la autenticidad. Ese bucólico naturalismo en montaje paralelo de la escuela Malick filmado en un gran angular tan artificialmente agresivo que parece rozar por momentos el anacronismo (al estilo Lanthimos en “La favorita”) contrasta a la perfección con esos pictóricos lúgubres interiores y cálidos exteriores nocturnos a lo Robert Eggers y su “La bruja”, con la que “Akelarre” comparte muchos intereses. Pero al final estas citas cinematográficas se edifican sobre y para la idiosincrasia patria, sobre esas tétricas brujas de las pinturas negras de Goya en lo estético, todas esas más que precisas leyendas sobre el ritual del “sabbat” en lo narrativo y sobre una tan hipnótica música tradicional local del siglo XVII en lo sonoro.
Llevarse cinco premios Goya y convertirse en el título más premiado en la gala de este año es lo mínimo que le podía pasar a “Akelarre”. No sólo por su magistral banda sonora que parece invocar por sí misma al “Vuelo de brujas” de Goya. O por su escena final al más puro estilo folk horror, uno de los clímax más remarcables en el género nacional de los últimos años. O por su maravilloso reparto, que resulta tan convincente en el papel de brujas como en el de hermanas, en el papel de eclesiástico como en el de pecador (como si todos no fueran lo mismo en realidad…). “Akelarre” se merece su éxito, sobre todo, porque es una muestra de hacia dónde se está proyectando el género nacional. De las ganas que tienen las artistas españolas de convertirse en monstruos.
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