Ciertas historias parecen vivir en sí mismas. Algunas de ellas lo hacen de forma ensimismada, demasiado autoconsciente a veces, aparentemente diseñadas para cautivar al espectador aunque carezcan de ideas realmente propias; otras, por el contrario, logran generar un universo particular que fija en nuestro recuerdo determinadas imágenes y, en el mejor de los casos, algunas de las sensaciones vividas durante el visionado. "A Different Man" navega por momentos en la frontera entre ambas esferas, en paralelo a su devaneo por la cuerda floja entre realidad y sueño, entre fisicidad e imaginación.
Premio al Mejor Guión en el último Festival de Sitges, donde convivió con “La sustancia”, otra hipérbole sobre el rol central de la imagen y el cuerpo en nuestra sociedad, el último filme de Aaron Schimberg (“Chained For Life") no inventa nada, tampoco emociona en exceso, pero sí funciona en su equilibrio entre elementos y géneros (comedia costumbrista, drama, ciencia ficción intimista) para obsequiarnos con diálogos y situaciones con potencial de perdurabilidad.
En su juego de espejos y su legítima voluntad de construir un ejercicio meta con múltiples capas y lecturas (cine dentro del cine, teatro que reproduce el propio argumento del filme, actores reales con neurofibromatosis interpretando a actores que padecen la misma enfermedad), resulta inevitable reconocer su deuda con la narrativa de Charlie Kaufman ("Cómo ser John Malkovich", "El ladrón de orquídeas", "Olvídate de mí"). La buena noticia es que acaba consiguiendo lo que se propone sin palidecer en exceso ante el molde y, aunque no supera a su referente, tampoco acaba liándose tanto como "Synecdoche, New York".
Por el camino, de trazos difusos, y al margen de la discutible relectura arquetípica de la bella y la bestia –Renate Reinsve (“La peor persona del mundo”) luce más bien poco en un papel femenino accesorio–, encontramos réplicas y gestos que bien podría haber firmado el mejor Woody Allen. Y por citar a otros maestros, aquí asoman también algunos detalles propios de Cronenberg y Lynch, tanto en la extrañeza onírica que producen algunas de sus escenas como por su retrato y reflexión sobre lo monstruoso, en una vuelta de tuerca en la que "El hombre elefante" no es perseguido sino un posible modelo de éxito social y profesional, plenamente normalizado y ajeno a los cánones estéticos, aunque solo sea, quizás, en la cabeza de su protagonista.
Un antihéroe, por cierto, con los rasgos (im)posibles de Adam Pearson ("Under The Skin"), cuya deformidad acabamos normalizando, de hecho, a los pocos minutos de metraje. Buena noticia. Que no sea él sino su alter ego o rival, dejémoslo en duda, encarnado por Sebastian Stan (sí, el Soldado de Invierno del universo Marvel) el que se haya llevado un Globo de Oro y esté nominado a los Oscar por encarnar a Donald Trump en "El aprendiz" debería hacernos reflexionar. Aunque ese es probablemente otro debate, ajeno, por suerte, a una propuesta imperfecta pero con personalidad.
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