The Flying Rebollos: Regreso al kilómetro cero
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The Flying Rebollos: Regreso al kilómetro cero

Kepa Arbizu — 01-10-2024
Fotografía — Iker Sesma

La banda portugaluja The Flying Rebollos revive este sábado en Bilbao (sala Santana 27, 21h) su historia escrita con genuino rock and roll más de dos décadas después.

La margen izquierda bizkaina siempre se ha significado como un enclave especialmente frondoso a la hora de albergar proyectos musicales de muy diversa índole. Un muestrario de bandas surgidas en el lado lado siniestro de la Ría en el que se incluyen por igual nombres capaces de convertirse en referentes para generaciones posteriores como formaciones prácticamente anónimas que, aunque sirvieron para colorear y diversificar el contexto que les vio nacer, fueron incapaces de mantenerse en pie frente el envite del paso del tiempo. En un camino ubicado en medio de esas dos realidades transitó el grupo, procedente de Portugalete, The Flying Rebollos, a los que una escasa década de actividad, la misma que clausuraba el siglo XX, les sirvió para consolidar en el imaginario local un pletórico manejo del rock and roll de impronta callejera que se reprodujo tan rápido a través de los escenarios como pronta fue su extinción.

Si el desmantelamiento de la banda, que no ha impedido que la mayoría de sus integrantes sigan ligados por medio de diversas ocupaciones al ecosistema musical, llegó como consecuencia de la, por otra parte nada inusual, pérdida del furor e iniciativa necesaria para mantener en funcionamiento una banda que se alimentaba principalmente de ese ánimo lúdico y rebelde, su regreso a los escenarios viene originado por unas ascuas de camaradería avivadas recientemente por la chispa prendida en la sala Txiberri de Urduliz, cuando en compañía de La Gripe, espoleó una naturaleza en reposo durante casi un cuarto de siglo que tendrá su resurrección más evidente en la actuación que ofrecerán el día 5 de octubre en la sala Santana 27 de Bilbao, parada de lo que pretende ser un viaje por diversas localidades y reencuentro con los estudios de grabación que vuelva a poner su nombre, o a escribirlo por primera vez, en el diccionario de los amantes del rock and roll.

Una historia que se inició en la década de los noventa de la mano de una codiciada maqueta, “Me vi a mata”. Un trabajo en el que ya aparecía el nombre en la producción y en la ejecución de varios instrumentos de Iñaki “Uoho”, un puente de unión con Platero y Tú y Extremoduro que se iba a mantener a lo largo de los años. El resultado global se significaba como un ejercicio de terroso y crudo sonido que hacía bueno el apellido de la banda, señalando a sus propios “cantos rodados” que adornan el suelo de la villa jarrillera y que tantas veces había pisado -en múltiples direcciones y en otro tanto estados de ánimo- una formación encabezada por la voz del carismático Edorta Arostegui, quien aspiraba a dar continuidad a su experiencia con Los Narcóticos, abandonando las baquetas y propulsándose hasta hacerse con el micrófono. Flanqueado por una alineación enunciada bajo los nombres de Gorka Bringas,”Polako”, Txus Alday y Fer, su puesta de largo se vestía con impetuosos ritmos que, tanto en la forma como en fondo, escarbaba entre un modus vivendi alejado de cualquier rayo diurno y que invocaba por igual a los Stones, ZZ Top, Burning o Dr. Feelgood.

Foto: Iker Sesma

Piezas de un iniciático trabajo, engendrado con las limitaciones técnicas lógicas pero regado de la imprescindible y adictiva pasión, que algunas de ellas acabarían por desembocar en un disco ya con marchamo profesional, “Verano de perros”, auspiciado por la firma del sello GOR, pero igualmente amamantado por una naturaleza enrabietada y ruda donde la guitarra solista recae en este caso sobre Jony Kontrol. Heredadas de su predecesor, “Verano del 82” se consolidaba como un elegante y nostálgico tema que demostraba la absoluta afinidad con bandas como Burning; “Sinvergüenza” representaba el arrebato punk, tan explicito en su título como en el propio contenido; “Modesta” demostraba la querencia, más allá de lo personal, con los siempre férreos y muy directos bilbaínos Platero y Tú mientras que “Estoy rodando por tu amor” desprendía esos aires sureños siempre imprescindibles a la hora de configurar su personalidad . Canciones que se completaban, entre otras, con una composición que daba nombre al trabajo y que blandía esa bandera altamente significativa de la formación a la hora de despreciar cualquier sustento que impidiera su paso libre, una labor también encomendada al poderoso boogie de “Son cosas de ayer”.

Pero las influencias del sonido de los Flying Rebollos también buscaba nutrición en épocas pretéritas, concretamente en aquellas arraigadas o descendientes de la América rural y afroamericana. Referencias, eso sí, incrustadas en el siempre característico paso desinhibido y agitado que convertía al rhythm and blues alojado en el esqueleto de “Agua y aceite” en ingrediente de esa coctelera que agitaba con vehemencia por aquel entonces Mermelada, más tarde legada a sus sucesores naturales, la J Teixi Band, o desplazaba el sonido más primigenio del Delta hacia la dislocada y juguetona postal campestre de “Algo muy normal”. Acentos que a la postre se presentan esenciales para descifrar y entender los caminos que transitaba, y que pretende retomar, la banda portugaluja.

Una trayectoria que tuvo su punto final, y culmen, con el excepcional “Esto huele a pasta”, firma paródica para un grupo que si su condición destacó por algo fue precisamente por no caer rendida ni maniatada ante los cantos de sirena de un mercado musical que, parafraseando a Javier Krahe, en demasiadas veces hablaba con lengua de serpiente. Un álbum definitivamente pulido con un sonido que, sin perder su envite, resultaba mucho más estilizado, lo que no les impedía arreciar con el blues correoso de “Mis amigos”, convertido -junto a camaradas como Robe Iniesta o Fito- en un lamento, jovial eso sí, sobre la escasa longitud que suelen tomar los sueños adolescentes, o toda una declaración de principios existencialista, “En el bar”, acerca de su ingobernable actitud que sin embargo se expone como un fin de fiesta noctámbulo interpretado en algún garito a puerta cerrada destilado entre amistades y risas, y donde la aportación en la armónica de Lalo se demuestra como una pieza fundamental en el organigrama de la banda.

Foto: Javi Paz

Ímpetu que se conjuga con un repertorio que llega a comprender temas de una elegancia e intensidad realmente exuberantes, y no sólo en su exquisita maquinaria de ritmos sureños, sino labrados con una lírica canallesca de un innegable sabor poético, sólo así se pueden calificar versos tan bien elaborados como ese “si un ángel negro se posó en mi Moisés”, perteneciente a “Vete”, o la simbología que desprende “Kilómetro cero”, perfecta descripción de ese carácter errante e insumiso a cualquier bandera que no esté tejida con la propia voluntad. Pero si una canción destaca, y se ha convertido en un emblema de la banda -homenaje a Burning mediante- y por extensión de todo un sentimiento compartido por la parroquia roquera, es “Cuatro acordes”, inyectada de unas cotas de épica y melancolía capaces de hacer brotar las lágrimas de cualquiera que alguna vez se haya encomendado, anhelo frustrado o recompensado, a la música como la única vereda en la que encontrar sentido a su existencia.

A partir de ese momento, las diversa inquietudes -que desembocarían en variados proyectos- nacidas entre sus componentes, algunos de ellos, entre los que se encontraba quien se ha convertido en mánager y fiel escudero de Fito, “Polako”, convertidos en grupo de apoyo en la primera grabación del ilustre bilbaíno, y otros fundando Hash, banda con presencia de blues y psicodelia, interrumpieron un camino que terminó por difuminarse por completo ante el suelo inestable que se cernía sobre ellos. Pero lo que parecía un espléndido recuerdo sembrado por una banda genuina de rock and roll ha dado paso recientemente a una reencarnación que más que un regreso significa la recuperación de ese ánimo y sentimiento que ni el tiempo puede aniquilar y que significa sentirse vivo cuando los amigos se juntan para hacer música. Una experiencia que el día 5 de octubre en la sala Santana 27 seguro compartirán quienes ocupen el escenario pero también todos aquellos que ejerzan como un público colmado de satisfacción por comprobar que menos mal que siguen aquí haciendo que sus guitarras emocionen con cuatro acordes -en absoluto- mal tocados.

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