Se podrá comulgar más o menos con la propuesta que Kevin Parker esgrime desde hace más de una década – servidor confiesa que el aura de genialidad o de iluminación divina que se le adjudica siempre le ha parecido desproporcionado –, pero hay dos cosas que nadie le podrá negar: que siempre ha hecho lo que le ha dado la real gana, funcionando completamente a su manera, y que su forma de modular un nuevo molde de psicodelia pop (progresivamente nutrido con técnicas y modismos electrónicos) ha creado escuela. Eso no tiene vuelta de hoja. Ha tenido la virtud de ir un par de pasos por delante del resto. Y si bien es cierto que en un primer momento se le afeó que fusilaba – hasta cierto punto – a los británicos Malachai o, sobre todo, a los suecos Dungen, bandas que tuvieron un claro ascendiente sobre su sonido, también lo es que la sombra de sus propios discos ha guiado luego el sendero por el que luego se movieron Temples, Melody’s Echo Chamber, Unknown Mortal Orchestra y hasta (lo confiesan ellos mismos) los últimos Pink Floyd, por no hablar de cómo algunas de sus canciones fueron sampleadas a cargo de músicos de la órbita del hip hop, empezando por Kendrick Lamar o A$AP Rocky, y continuando hasta estrellas de resonancia global como Rihanna.
La primera piedra de una nueva lisergia
Todo eso fue ocurriendo a medida que Tame Impala evolucionaban. Pero en su debut ya estaba esa semilla bien plantada. "Innerspeaker" (Modular, 2010) no es el mejor álbum de su carrera. Tampoco el más popular, ni mucho menos. Ninguna de sus once canciones figura entre las diez más escuchadas en Spotify. Y aunque vendió la nada desdeñable cifra de más de 130.000 copias, se queda lejos de las más de 200.000 de "Lonerism" (Modular, 2012) o las más de 500.000 de "Currents" (Modular, 2015). Pero los ejes del discurso de Kevin Parker ya estaban ahí: su perfeccionismo obsesivo, su ambición por dar con el sonido adecuado, la libertad de unas canciones que despliegan sus encantos sin hoja de ruta predeterminada y su querencia por tallar una lisergia que bebe de los clásicos pero se traslada y acopla a la segunda década del siglo XXI hasta convertirse en referencia ineludible, santo y seña de un último decenio que ha dado mucho más de sí – en términos generales – de lo que auguraban quienes despachaban estos nuevos tiempos como una era simplemente marcada por el reciclaje.
Fue este el primer álbum de Tame Impala, tras su EP homómino ("Tame Impala", 2008) y el single “Sundown Syndrome” (2009). Y tiene su mérito que, partiendo de mimbres de sobra conocidos (la psicodelia temprana y los sonidos ácidos de finales de los sesenta y primeros setenta: la portada de este disco, a cargo de Leif Podhajsky, está inspirada en la de "Ummagumma" – 1979 – de Pink Floyd), que habían sido además reformulados en la marmita del productor Dave Fridmann a finales de los noventa en los mejores trabajos de Mercury Rev o The Flaming Lips, lograse mucho tiempo después dar con una patente neo psych tan particular e influyente.
De hecho, fue el propio Dave Fridmann quien se encargó de mezclar "Innerspeaker" (2010), prácticamente como un recurso de última hora: era la única forma en la que Parker creía que sus once canciones podían llegar a sonar “explosivas”, tal y como las había concebido entre junio y agosto de 2009 grabando con Jay Watson – también en Pond – a la batería y Dominic Simper al bajo y a la segunda guitarra, en el paradisiaco estudio Wave House de Injidup, un pueblecito costero de poco más de mil habitantes, a 250 kilómetros al sur de Perth. Una vieja cabaña de madera en primera línea de playa, con estupendas vistas al Océano Índico. Un paisaje salvaje que marcó el sonido del disco. De hecho, “Jeremy’s Storm” fue concebida, claro, tras una tormenta. Entre goteras, humedades y filtraciones. Sin conexión a internet, sin línea de teléfono, sin televisión. Con frecuentes cortes en el suministro eléctrico. No era una mansión ni una casa de lujo, ni mucho menos. Más de una vez bromeaban con la sensación de que el techo se les caería encima: vean el mini documental "Innerspeaker Memories", recientemente publicado en youtube – editado por Matt Sav y Alex Haygarth –, en el que un barbilampiño Parker dice que su música aspira a ser un cruce entre la euforia y la desesperación, y que nada la haría más feliz que comprobar que sus canciones se convierten en la banda sonora de las vidas de mucha gente.
En aquel momento ya estaban barajando ideas para su siguiente álbum – alguien bromea con que sacarán tres discos en el mismo año – y también se evidencia su machacona obsesión con dar con el sonido adecuado: horas y horas de soundchecks. Era el punto de inflexión para un músico que tocaba batería, teclados y bajo desde los doce años, casi siempre en ocho pistas, hasta entonces sin intención de compartir sus probaturas con el resto del mundo. Su primer álbum estaba destinado a ser un punto de inflexión.
Disco cuádruple y mini documental para celebrar diez años
El décimo aniversario, superado ya con unos cuantos meses, es celebrado con la aparición de ese modesto video documental, de factura muy casera, de solo quince minutos de duración, y con la publicación de la "Innerspeaker 10th Anniversary Box Set" (Caroline/Music As Usual, 2021), un cuádruple vinilo conmemorativo en cuyos cortes inéditos, básicamente demos, remezclas y jams en el estudio, se puede apreciar la diferencia de sonido respecto a lo que luego saldría de las mezclas de Fridmann en su estudio en Cassadaga, en Nueva York. Puede que esos seis cortes de propina solo sean apetitosos para el fan acérrimo, pero sirven para mostrar ese sonido primerizo, mucho más básico y menos compacto, con las voces y la batería más en primer plano que en la mezcla final, antes de ser sometidas al característico muro de sonido de Fridmann. Así es como suenan el “Alter Ego Mix 2020”, “Runway Revised” (que es una toma alternativa de “Runway Houses City Clouds”) o las versiones instrumentales de “It is not Meant to Be” y “Why Won’t You Wake Up Your Mind”. Además de las dos jams, ambas alrededor de los veinte minutos, dos buenos trips para zambullirse en los efectos de cualquier sustancia alucinógena, que revelan la plantilla de la cual saldrían algunas de sus canciones. Tienen su aquel. Suenan estimulantes, pero poco más.
Futuribles de progresión impredecible
La primera vez que el abajo firmante tuvo la ocasión de degustar en directo estas canciones fue una tarde de julio de 2012, bajo la sofocante calina de las ocho de la tarde. Era un FIB en cuyo cartel su nombre figuraba aún en caracteres mucho más pequeños que los de Lori Meyers, Mumford & Sons, Primal Scream o Arctic Monkeys, los cuatro grupos que tocaron después. Tan solo quedaban un par de meses para que publicaran su secuela, "Lonerism" (2012). Fueron acogidos con tibia curiosidad, como una rareza que irradiaba ya una acusada personalidad sin necesidad de albergar hits en la recámara. Como unos futuribles a quienes nadie auguraba su posterior progresión.
La inclinación jazzie de “It’s not meant to be”, el rock propulsado a turborreactor de “Desire Be, Desire Go”, con ásperas guitarras a lo MC5 pasados de ácido, el traqueteo a lo Steppenwolf (un poco polla rock, todo hay que decirlo, sobre todo si lo comparamos con su finura posterior) del inicio de ”Lucidity”, la extraña melancolía que emana de “Why Won’t You Make Up Your Mind?” y “Alter Ego” o el pop juguetón de “Solitud is Bliss”, que suena como el Beck de finales de los noventa tras una ingesta de setas, son algunos de los rasgos más acusados de un disco que fue nominado a los ARIA (los premios de la industria australiana del disco) a mejor álbum del año en las categorías de mejor disco de rock, mejor grupo y mejor grupo revelación, que ganó el J Award (de la emisora de radio Triple J) a mejor álbum del año – superando el "We Are Born" (RCA, 2010) de Sia y el "Down The Way" (EMI, 2010) de Angus & Julia Stone – y que obtuvo el premio Rolling Stone a álbum del año.
Fue la primera parada, en resumen, de uno de los trayectos con estallidos cromáticos más acusados e influyentes del pop de la última década.
FIB 2011. Fue mágico aquello.