A su alrededor, la banda -mucho más joven que él y con aspecto de hippies aseados de 1974- ataca el clímax instrumental de “There Is A Light That Never Goes Out”, la inmortal obra cumbre de The Smiths, pieza central de su eterno disco de 1986 “The Queen Is Dead”. Están escenificando (y probablemente sean conscientes de ello) uno de los momentos más especiales del gigantesco festival británico, donde han actuado nada menos que Queens Of The Stone Age y Foo Fighters. Pero el cincuentón que aparenta mucha menos edad y Blossoms (que así se llama el grupo) se hacen dueños del evento. ¿Cómo es posible?
El cantante no es otro que Rick Astley, el ídolo juvenil con imponente vozarrón que asaltó las listas de éxito y las carpetas de las chicas del instituto a finales de los 80, para desaparecer casi por completo del radar, manteniendo su prestigio en Reino Unido como chico formal y sonriente que no puede caer mal a ninguna madre, y canta con respeto y convicción todo lo que pongan por delante (la versión que circula por internet de “Everlong” de Foo Fighters lo explica todo).
La banda son Blossoms (no confundir con el grupo femenino de soul de los 50 The Blossoms), grupo semidesconocido de las afueras de Manchester que hasta el momento apenas ha conseguido una mínima notoriedad con sus temas propios. En Glastonbury cantante y banda han ofrecido todo un señor concierto de tributo a la legendaria banda de Morrissey y Johnny Marr, culminando más de un año de bolos en su país con los que homenajean la obra de The Smiths. Recuperando maravillas atemporales como “Reel Around The Fountain”, “This Charming Man”, “Girlfriend in a Coma”, “Hand In Glove”, “Barbarism Begins At Home”, “Heaven Knows I´m Miserable Now”... Con ese repertorio es difícil fallar: pero hay que hacer justicia a las canciones.
Y la mezcla funciona primorosamente: la banda interpreta las canciones con respeto exquisito, sobrada competencia instrumental y nervio juvenil, mientras que Astley le pone pasión y la necesaria dosis de teatralidad a sus impecables interpretaciones vocales. Hasta un desafiante tupé culmina su espesa pelambrera castaña, cristalino homenaje a la figura de Morrissey. La guinda la pone el público, una amalgama de gente joven (y muy joven) y mayor responde con el entusiasmo de quienes sospechan (o saben) que no sólo no volverán a ver a Morrissey y Marr juntos sobre un escenario, sino que es posible que sea mejor así. Es decir, que delante de sus ojos tienen el mejor sucedáneo posible de aquella magia. Las cosas como son.
Pero de nuevo: ¿Cómo hemos llegado a esto? La extraña alianza nació por una de esas casualidades de la vida que siempre deparan lo mejor: Astley había participado en un podcast de la banda, y eligió tres canciones de The Smiths para que sonaran como favoritas. ¿Tres de cinco, le preguntaron los otros? ¿Tan fan es? Pues sí, respondió él. La cuestión se puso encima de la mesa casi de coña y en posteriores reuniones se concretó hasta las últimas consecuencias. Glastonbury fue la culminación de esta curiosa y entrañable aventura. Hasta el momento. La pasión compartida por la música hace milagros.
Lo asombroso de todo esto es que a finales de los 80, Astley representaba casi lo contrario a The Smiths. Las vueltas que da la vida. Reclutado por los avispados productores de hits Stock, Aitken & Waterman (Kylie Minogue, Bananarama, Elton John…), el jovencísimo pelirrojo siempre sonriente se había fogueado primero como batería en bandas locales y después -cuando sus compañeros le oyeron cantar- como cantante de soul en el norte de Inglaterra. Pegó un pelotazo en toda regla con “Whenever You Need Somebody” (con su eufórico hit “Never Gonna Give You Up”, que tocó junto a Foo Fighters en otro memorable desparrame), un debut de pop aseadísimo y bailable que estaba en las antípodas del feroz carácter alternativo de las canciones de Morrissey y Marr. Del amor de ambos por el pop de los sesenta y de las letras turbias y ferozmente románticas del vocalista.
Astley personificaba el pop inofensivo y de consumo rápido, con producción brillante y amable, de la época -música para no complicarse la vida- y vendió más de cinco millones de copias en todo el mundo. Con la secuela de 1989 tampoco le fue mal comercialmente. Sin embargo, la fama y el dinero no llenaron al joven pelirrojo, que tras ganarse la carta de libertad a principios de los 90 y lanzar un par de discos a años luz del impacto de su debut, desapareció literalmente de la escena. Volvería en 2005, para volver a sumirse en un largo silencio de otra década. Pero Rick ha demostrado por activa y por pasiva que le apasiona todo tipo de música, de los primeros Genesis a AC/DC y Foo Fighters (quizá por lo de compartir con Grohl lo de la batería), de Tori Amos a Biffy Clyro. Y se nota. Su amor por las canciones de The Smiths no es flor de un día, sino que viene de muy atrás. Uno de sus hermanos mayores se lo habría inculcado cuando era adolescente. Sí, hubo una época en la que los hermanos mayores influían decisivamente en los gustos musicales de los pequeños.
Porque por encima de todo está el inagotable legado de The Smiths. Recordemos: en algo más de cuatro años de actividad frenética los de Manchester dejaron una huella imborrable y el trauma de una separación traumática en septiembre de 1987 que muchos entendieron como imperdonablemente prematura. La ruptura entre Marr y Morrissey ha generado ríos de tinta desde entonces, como epítome de la trágica transición del amor al odio que a menudo se da dentro de una banda. Convertidos en patrimonio nacional de la música británica y adorados por varias generaciones, desde entonces, los rumores les han reunido una y otra vez sin que la esperada efeméride llegara a concretarse. La autobiografía de Johnny Marr confirmaba a los escépticos que sí, que hubo una reunión hace ya bastantes años para resucitar al grupo (sin el batería Mike Joyce que les ganó un pleito). El guitarrista culpaba a Morrissey de haber hecho mutis por el foro cuando llegó la hora de la verdad, es decir, de concretar las cosas. La reciente muerte del grandioso bajista Mike Joyce y las diferencias políticas y de carácter entre cantante y compositor han puesto el último clavo en el ataúd de The Smiths. Ni siquiera 100 millones de libras de hace quince años fueron suficientes para convencer a Morrissey. No le quitemos mérito: la integridad sólo es tal cuando te cuesta dinero. Y el cantante siempre ha sido muy celoso protegiendo su propio mito.
No, The Smiths no tocarán ni en Coachella ni en el Primavera Sound, ni siquiera en Glastonbury. Lo tenemos asumido. De ahí la devoción con que la parroquia intergeneracional recibió el bonito homenaje de Rick Astley con los Blossoms.
Como casi todo en esta vida, la histórica actuación del antiguo ídolo juvenil Rick Astley y los hasta hace poco irrelevantes Blossoms en Glastonbury 2023 puede analizarse de modo muy distinto, según dónde pongamos el énfasis o la lupa. ¿Fue un triunfo del respeto y el buen gusto hacia el legado de una banda legendaria, capaz de poner de acuerdo a distintas generaciones con su exquisita, perfecta combinación de música pop sublime y letras románticas de la más noble estirpe, reinterpretadas con el vigor y la clase que requieren? Sin duda. ¿Fue también la inquietante constatación de la falta de ideas y propuestas contemporáneas del mismo calado en la escena británica y, por extensión, internacional, en contraste con el hambre de la gente por las canciones eternas que trasciendan barreras de todo tipo? Por supuesto. El genio de alcance popular, por definición, no abunda. ¿Pueden ambas reflexiones ser verdaderas a la vez? Claro, no son excluyentes. Lo que algunos entenderán como claudicación a la nostalgia más descarnada, a nuestra obsesión por aferrarnos al pasado mítico, podría entenderse como necesaria sublimación del apetito por ver una improbable reunión de The Smiths. La muerte del súper dotado bajista Andy Rourke lo hace ya literalmente imposible en sentido literal, aunque el abismo personal que separa a Morrissey y Johnny Marr desde hace mucho tiempo no lo pusiera tampoco nada fácil.
Hay otra lectura que se puede hacer: en 2023 la gente (me refiero a los músicos) tocan mejor que nunca. Otra cosa es que toquen canciones de otros. Pero perdón por la pequeña licencia sarcástica y quedémonos con lo positivo: puestos a recrear en directo, con la máxima dignidad, las canciones de una banda legendaria, casi intocable, como The Smiths, a la que nunca volveremos a ver, es imposible hacerlo de una manera más convincente. Otra cosa es si el tremendo éxito de esta inesperada alianza artística abrirá la veda para iniciativas similares, pero con más cálculo y menos inspiración. La posibilidad de que en unos años veamos festivales plagados de bandas de tributo al olor del dinero da un poco de miedo, casi tanto como lo del holograma de Whitney Houston. ¿O no? Bueno, no adelantemos acontecimientos, y que eso lo decida el público.
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