La excitación empieza cuando entras en el histórico edificio de Capitol Records y empiezas a pasearte por esos pasillos imaginando cuántos han sido los grandiosos artistas que han paseado por allí. Las paredes están decoradas con fotografías de gente como Frank Sinatra, Paul McCartney o Frank Zappa. “¡Si estas paredes pudieran hablar!”, comenta en voz alta uno de los chicos que forma parte del entorno de Mon Laferte.
Una vez dentro, esperas encontrarte con gente corriendo de un lado a otro, moviéndose a toda velocidad para la grabación del disco de Laferte en una única toma, pero nada de eso. En su lugar me encuentro con la artista repasando con calma –acaba de comer arroz y chips de plátano, para estar lista para el trabajo- cada uno de los detalles. Quiere asegurarse personalmente de que todo está preparado para la grabación. Omar Rodriguez-Lopez y ella se han hecho buenos amigos, así que él también repasa detalles antes de este momento tan especial.
Uno a uno, los músicos van ocupando sus posiciones en este increíble estudio de grabación. Omar viste con un increíble blazer y un fedora que un latino de los tiempos antiguos hubiera querido tener. Lo corona con unos auriculares que van de su cuello a su oreja. Está listo entre el mar de músicos. Mon está en un estudio dentro del estudio, luciendo adorable su resplandeciente blusa floreada.
Los ingenieros están frente a sus ordenadores, ajustándolos y preparando todo para la grabación. A mi alrededor veo a documentalistas, a miembros de la familia, a amigos y a esos ingenieros. Es fácil sentir el rumor de la excitación en el ambiente. Antes de tomar su posición, Mon camina por el estudio dándole besos a todo el mundo. Su voz se escucha clara a través de los altavoces y la oigo decir dulcemente “el que toque más bonito, bebe más hoy”.
El silencio toma la sala. La voz aguda corta el sonido y dice en alto: “¿Todos listos? Ok, vamos a por ello. Aquí vienen las señales”. Me siento como si estuviera viendo el despegue de una nave espacial desde la sala de control, pero en lugar de formar parte de la vida de unos astronautas, aquí tengo la suerte de vivir la belleza del arte creado casi al instante y en perfecto equilibrio. Meses de preparación y de colaboración conjunta entre Mon Laferte y Omar Rodriguez-Lopez, que produce el disco junto a Mon, llegan finalmente a buen puerto.
Por fin empezamos a escuchar las primeras notas a través de los monitores del estudio y todos contenemos la respiración. La sala en la que estamos se queda como en suspenso. Eventualmente, el poder de la música golpea los cuerpos de los que estamos ahí y las cabezas empiezan a balancearse. Cuando tienes a un montón de latinos en una habitación y se escucha música como la de Laferte, los corazones empiezan a bombear más fuerte y no hay otra salida que empezar a mover todo el cuerpo. Cada balancear de las cabezas, cada movimiento de los brazos, cara giro de cadera son un signo de apoyo para esos músicos maravillosos y para la poderosa y magnética voz de Mon. Si hubiera cerveza fría, esto sería una fiesta, pero al mismo tiempo, los ingenieros se preocupan mucho por cumplir con su tarea con la máxima precisión posible, asegurándose de que Mon Laferte pueda brindarnos este regalo.
Conforme van sonando las canciones, los artistas –y especialmente Mon con esa voz que emociona- continúan no solamente captando la atención de todos los periodistas, familiares y amigos que estamos es la sala, sino que van dando forma y construyendo un disco ante nuestros ojos. Puedes escuchar a la gente opinando, impresionada, compartiendo gestos de aprobación y manteniendo a raya la piel de gallina en sus brazos.
Acaba la grabación y todo el mundo aplaude. Los músicos se abrazan, se besan y se agradecen unos a otros lo que han hecho. Lo han conseguido. Lo único que me entristece un poco es que voy a tener que esperar unos meses hasta poder escuchar de nuevo lo que acabamos de escuchar a lo largo de la última hora y media. Y no quiero ser tan paciente.
Conforme voy caminando por el recinto, no dejo de compartir la experiencia con los amigos y la familia de los músicos. Por un momento me he sentido parte de esta familia y de lo que acaban de vivir. Es muy posible que nunca jamás vuelva a ver a la mayor parte de estas personas, pero vivir la experiencia de la grabación de un disco así pasará a formar parte de mi vida. Miro a mi alrededor y, conforme voy dejando el estudio, no dejo de repetirme aquello de “Si estos muros pudieran hablar”...
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