La paciencia del artista
David Lynch nunca entendió el arte como un proceso creativo, sino como un encuentro fortuito. El cineasta estadounidense, esa figura mística que no creíamos que nos fuera a dejar nunca, defendía que el único mérito del artista es el de la paciencia, el de saber abrazar el valor estético de la espera. Uno no crea sus ideas, puede que ni siquiera las imagine; uno simplemente se encuentra fortuitamente con su obra, la pesca tras una eterna mañana aguardando tranquilamente a la orilla de un río. La trayectoria de Lynch es un expositorio de peces dorados, un inmenso acuario de cristal repleto de criaturas cuyas formas, colores, movimientos y reflejos se ven deformados por los cristales que contienen el agua de nuestra memoria.
Recuerdo las imágenes del artista más influyente de la contemporaneidad occidental como si las estuviera pescando en este mismo instante, como si ninguna de ellas perteneciera a una película concreta, ni siquiera a una disciplina específica, sino más bien a una mente en la que el cine me ha permitido colarme, casi como aquel Jeffrey Beaumont que observa lo prohibido a través de la rendija de un armario en “Terciopelo azul” (86). Este humilde homenaje a Lynch no puede ser un recorrido por su filmografía, sino por un mundo líquido que muchos tenemos la sensación de haber soñado más que de haber visto. ¿Dónde acaban sus películas y empiezan mis sueños? ¿Dónde acaban mis pesadillas y empiezan sus secuencias? ¿He soñado yo con una febril sitcom protagonizada por conejos de peluche o la rescaté de “Inland Empire” (06)? ¿Dónde acaba el arte y empieza David Lynch?
El cineasta que no quiso ser cineasta
No puede ser casual que uno de los cineastas más influyentes del siglo no quisiera ser cineasta, sino que se encontrara con su disciplina en la pintura, que pescara el séptimo arte en los lienzos. Tras descubrir su fascinación por el arte en el estudio del pintor Bushnell Keeler —a quien retrató precisamente navegando en una pequeña película casera titulada “Sailing with Bushnell Keeler” (67)—, Lynch inaugura una oscura pero catártica producción pictórica capaz de augurar la potencia onírica de sus futuras imágenes del movimiento. De hecho, sería la idea de otorgar movimiento a un cuadro, de imaginar los elementos de un lienzo siendo levemente zarandeados por la fuerza invisible del viento, la que daría vida a su primer cortometraje “The Alphabet” (68), una anacrónica reivindicación de la estética digital propia del analog horror y el creepypasta de Internet desde la óptica del pesadillesco imaginario infantil que tanto marcaría la trayectoria visual de Lynch.
Traumas de la infancia y terror cibernético coexisten en la primera obra de un cineasta estrictamente atemporal, de un artista obsesionado por lo que se esconde tras la pared del vecino y lo que se vislumbra a través de las ventanas de nuestra mente (sabiendo perfectamente que ambas suelen ser lo mismo). Por eso no es de extrañar que la imagen de una mujer desnuda deambulando por un pequeño barrio residencial estadounidense que hizo llorar de terror al pequeño Lynch —sabiendo, precisamente, que aquella escena escondía un mundo inimaginablemente violento— sea la semilla de muchas de sus posteriores imágenes, de esa poderosa Isabella Rossellini en “Terciopelo azul” o aquella joven desaparecida cruzando el puente en “Twin Peaks” (1990-1991 y 2017).
El cine es música
Pero es precisamente la onírica sensación de que toda imagen de Lynch está justificada únicamente por su relación con lo injustificable lo que nos empuja a imaginar su filmografía desde las lógicas del sueño, lo que nos invita a deambular su universo desde una familiaridad siniestra. Desde esta paradójica relación de antónimos se construye la que es para mí su mejor secuencia —su mejor obra, su mejor sueño—, aquella en la que dos amigos se reúnen para tomar algo en un Winkie’s Diner en “Mulholland Drive” (01). Haber estado ya en este sueño, pero temer igualmente su desenlace. Fascinarnos por lo que tememos y vernos abrumados por lo mucho que hay de mí en mis propias pesadillas. No es casualidad que esta sea la película que más haya aterrorizado jamás a la escritora argentina Mariana Enriquez, precisamente por su capacidad de trabajar “el terror de lo cotidiano”, o que fuera la responsable de que un cineasta como Kyle Edward Ball, director de “Skinamarink” (22), se dedique a hacer películas. Él mismo ha declarado hace unos días que “lo que le enamoró del cine de Lynch es que se comporta como si fuera música”.
El encuentro fortuito
Más allá de la faceta musical de Lynch —recordemos que su último proyecto fue un álbum junto a Chrystabell titulado “Cellophane Memories” (24)—, puede que debamos entender su obra como una sinfonía que suena pese a no ser interpretada por nadie (“no hay banda, no hay orquesta”). Sus melodías siguen resonando en nuestro inconsciente, pero no tenemos claro quién las sigue tarareando allí. Deleuze decía sobre la pintura de Francis Bacon —cuyas rostros imposibles tomaron forma en “Eraserhead” (77) y “El hombre elefante” (81)— algo que acaba por resumir involuntariamente toda la obra de Lynch: “¿hay otro tipo de relación entre figuras que no sea narrativa y de la que no derive ninguna figuración?”. Es en ese preciso momento cuando hay que otorgar lógica a la sensación, cuando hay que ser capaces de visualizar en una melodía de piano todo el dolor, la fascinación y la incógnita intranscriptible a la que el agente Cooper se tendrá que enfrentar en "Twin Peaks". Por eso mismo siempre recordaré a Lynch a través del relato de Angelo Badalamenti quien, emocionado delante de un piano, hacía visible aquella relación entre la mente de David y su universo, componiendo espontáneamente el tema de Laura Palmer. Porque David Lynch nunca entendió el arte como un proceso creativo, sino como un encuentro fortuito. “Angelo, esto es Twin Peaks”.
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