La escucha es hoy un fenómeno predominantemente solitario, impulsado por el walkman en los ochenta y evolucionado también por el impacto de la tecnología a través de los auriculares inalámbricos que todos usamos en la calle, en los cafés, en el metro… Aislados de lo que ocurre en el espacio público, los oyentes de hoy buscamos con denuedo la música con la que nos identificamos, un espacio sonoro en el que reconocernos cuando transitamos una ciudad que cada vez se parece más a cualquier otra ciudad.
Pero el vinilo sigue en pie. Y más en pie que nunca. A fin de cuentas, somos criaturas físicas. Aunque en la era de TikTok y la híper estimulación, el single o a veces ni eso, parezca arrinconar al álbum constantemente, la vuelta del vinilo como formato físico dominante puede interpretarse como una reivindicación de lo tangible frente al mundo virtual. De lo intangible.
En una reciente entrevista, el guitarrista y cantante norteamericano Dave Gibbs, afirmaba que la gran diferencia de hoy con respecto a otras épocas del pop es que “la música está hoy mucho más de fondo que antes. Lo veo con mis hijos”. Escuchamos música mientras se hacen otras cosas. Incluso en los festivales. Es la inevitable consecuencia de la facilidad con la que hoy accedemos a ella. Cada día se suben 120.000 canciones a las plataformas. El entorno digital y la democratización de la producción, han favorecido que hoy se grabe más música que nunca. “Demasiadas veces se oye música sin escucharla”, decía el filósofo Adorno. Demasiadas veces se oye, sin escuchar.
"El auge del vinilo ha puesto de manifiesto la importancia de una experiencia de escucha agradable, tangible y a escala humana"
Cuando un bien es abundante y semi gratuito o gratuito, tiende a darse mucho por sentado. Hace cuarenta años, la única posibilidad para escuchar un disco era comprarlo en una tienda y reproducirlo en un plato o un casete. Costaba dinero y esfuerzo y, por lo tanto, requería de nuestra voluntad. Hoy todos llevamos un smartphone en el bolsillo y podemos escuchar en cualquier lugar los nuevos discos de cualquier artista y cualquier estilo musical sin pagar un céntimo. Al menos, directamente.
Los primitivos cilindros, los discos de pizarra, el vinilo, el casete, el compact disc y finalmente los archivos digitales. Nuestra escucha actual es la culminación de décadas de impacto tecnológico, del uso de formatos distintos y a veces también, rivales. Cada invención ha tratado de ganarse el favor del consumidor comoditizando la experiencia de la escucha, y público y gustos han ido adaptándose.
Antes de poder ser grabada, la música era una expresión artística que requería de espacios comunes como teatros o iglesias. Después, se trasladó a los salones de las casas con el gramófono, el tocadiscos o las “cadenas”. Seguía siendo una escucha colectiva, pero más íntima.
La llegada del larga duración en los años cuarenta del siglo pasado, permitió almacenar alrededor de veinte minutos de música en cada cara del vinilo, lo cual daría pie al coleccionismo, a la industria discográfica y en paralelo a una revolución cultural que prácticamente se extiende hasta nuestros días.
El LP, que incorporaría en los sesenta las ventajas del sonido estéreo (adecuado a nosotros porque tenemos dos oídos), tendría una influencia sísmica en la cultura juvenil desde finales de los años cincuenta hasta los noventa, permitiendo a bandas como The Beatles, entre otras, explorar y ampliar sus posibilidades artísticas, por ejemplo, estructurando el orden de la canciones en sus álbumes a conciencia, para que estos tuvieran un sentido, para convertirlos en un “todo” que tuviera un efecto sobre el oyente. Esta forma de crear impulsada por el vinilo, reemplazó lo que hasta entonces había sido el eje: el single, la canción individual. Después llegaron walkmans, iPods, ordenadores personales y smartphones, todos ellos concebidos para una escucha puramente individual, aislada del mundo. Y paradójicamente, con todos estos artefactos tecnológicos, regresaron los singles, las canciones aisladas de una idea principal que lo sujetara todo. Con el imparable proceso de digitalización y el mp3, ganamos en accesibilidad y abundancia, pero también perdimos cosas importantes por el camino, y no sólo la (muchas veces imperceptible) calidad de audio.
El regreso del vinilo como formato físico dominante en la última década, tiene mucho que ver con ello: no es más que una reacción de aquellos que reivindican el formato tangible por excelencia, entre otras cosas, porque tiene unos límites en cuanto a la duración y el volumen, y también, porque en el océano digital, todo se diluye y puede ser estruendoso.
El auge del vinilo ha puesto de manifiesto la importancia de una experiencia de escucha agradable, tangible y a escala humana. La viveza imperfecta de la aguja y los surcos del disco de vinilo parece estar hecha a medida del oído humano, aunque escuchar sea una experiencia personal y subjetiva. Neil Young, entre otros, se opusieron a la frialdad clínica del CD. Lo explicó perfectamente el periodista Greg Milner en su antológico ensayo “El sonido y la perfección”, que pone en relieve las atroces compresiones sonoras que se pusieron de moda a mediados de los noventa y primeros dos mil con el fin de aumentar el volumen de CD’s y archivos digitales, como una forma más efectiva de impactar al oyente y destacar en la radio.
Dos décadas después, fue precisamente Young el que hizo un intento de lanzar un reproductor digital de alta calidad llamado Pono. Una idea que no llegó a calar en un mercado en el que plataformas como Spotify ya eran más que accesibles.
Pero es en estos últimos años, que invenciones como la masterización a mitad de velocidad, especialidad de los míticos estudios londinenses Abbey Road, han hecho que vinilos nuevos y reediciones suenen con más nitidez que nunca, revelando todos los detalles de la grabación. Esta puede ser una de las causas del auge del vinilo en nuestros tiempos, que, sin ser ni mucho menos masivo, también ha permitido que poco a poco también se recupere la cultura local de las tiendas de vinilos como punto de encuentro de melómanos aficionados a un formato que, aunque pasen los años, sigue siendo indestructible. En una era en la que se nos propone que lo hagamos todo solos y en casa, no es poca cosa. Otra cosa que nos trae de vuelta el vinilo es el concepto de colección, arrinconado en la última década por el de “acumulación”.
No, el vinilo no es una moda pasajera de hipsters, sino expresión de la necesidad humana de poner coto al océano digital. Con el CD sobreviviendo y el streaming como principal fuente de ingresos para la industria –con el single o canción única de nuevo dominando la escena–, el efecto colateral del vinilo es que promueve la atención a través de un ritual (sacarlo de la funda, escoger la cara que quieres escuchar, ponerlo en el plato, dejar caer la aguja y esperar a que deje de sonar para darle la vuelta) que difiere mucho de la dispersión que genera el infinito disponible en el entorno digital.
El vinilo hoy es un refugio, es un límite tangible para una sociedad que está acostumbrada a expandirlo todo quizás demasiado.
Lo siento, debes estar conectado para publicar un comentario.