(Este especial fue publicado originalmente coincidiendo con el veinticinco aniversario del disco).
La alternativa a “Blue Lines”
1991 fue el año en que Massive Attack rompieron la baraja con “Blue Lines”. De repente, el mundo giró la mirada de Madchester a Bristol, que pasó a ser el nuevo foco de atención para los buscadores de caligrafías vírgenes. Así fue mientras los Robert Del Naja “3D” y compañía desperezaban la nueva década. Al mismo tiempo, tres desconocidos de Bristol se encontraban desde latitudes musicales diferentes. Adrian Utley, un tipo de treinta y siete años que venía del mundo del jazz, un amante del hip-hop de veintidós años como Geoff Barrow y una cantante, Beth Gibbons, de veintinueve años, devota de Janis Joplin y Nina Simone, se cruzaron como en un sortilegio, a día de hoy, aún inexplicable. Lo cierto es que personalidades tan de su padre y su madre acabaron por confluir en un mismo punto de encuentro de inspiración. La razón, este aún no existía: había que inventarlo, y durante tres años Bristol se convirtió en el hervidero desde donde fueron armando las canciones que iban a sosegar a la comunidad trip hop, deprimida ante la decepción que supuso la tan esperada continuación de “Blue Lines”.
El sueño de Geoff Barrow
En efecto, “Protection” (94), el segundo álbum de Massive Attack, fue un jarro de agua fría para todos los que se esperaban un nuevo punto de inflexión en la progresión de ese estilo que ellos mismos habían inaugurado: el trip hop. Sin embargo, quienes verdaderamente iban a hacer que progresara esta nueva ramificación entre downtempo, hip hop y atmósferas noir eran figuras como Tricky, Wagon Christ y Portishead. Estos últimos eran la consumación del sueño de Geoff Barrow, un cerebro que llevaba desde su infancia soñando con ritmos y toda clase de variables de los sampleados hip hop: de Afrika Bambaataa al primer álbum de Public Enemy, que le causó una profunda impresión. “Comencé a tocar la batería cuando tenía nueve años”, recordaba hace unos años Barrow. “Vivíamos al final del pueblo, por lo que no parecía molestar a los vecinos. Los tambores pueden ser muy poco musicales. Si estás tocando solo, realmente no estás haciendo música, estás haciendo ruido. Me gustaba tocar acompasando la colección de discos de mi padre y, en particular, una pista de Honeycombs. En realidad, fue producida por Joe Meek y el ritmo con el que tocaba era el sonido de gente saltando por las escaleras. Pero entonces no sabía nada de él ni de la producción, solo me gustaba porque tenía un ritmo verdadero”. Descubrimientos de infancia de tal calibre son los que abrieron la flor de la curiosidad de un culo inquieto que, para el momento de la verdad, contaba con años de aprendizaje y la claridad de saber que tenía algo especial entre manos.
Un mundo onírico
Fue el 6 de junio cuando Portishead se presentaron ante todo el mundo con el doce pulgadas “Numb”. En no más de cuatro minutos, Portishead abrieron una brecha en el mundo de la electrónica. Lo que se escondía tras este navajazo buñueliano era un mundo de duermevela, en el que los sampleados inducen a una fantasmagoría de recuerdos perdidos, que la voz trémula de Gibbons intenta recuperar en todo momento. La melancolía desde la que se mezclan ráfagas de jazz y hip hop taciturno se pierden en una agujero negro sin tiempo ni medida exacta. Como si Zafiro y Acero fueron apresados entre los surcos de un disco arañado con delicadeza desde la superficie. Es precisamente este crepitar de blanco satén el que sienta las bases de la crackología: emborronados que diluyen la fecha de origen de la música armada. De esta técnica, de la que “Dummy” se convirtió en punto cardinal, fueron Pole y Tricky quienes más hicieron por ofrecer una mayor pátina de variables atmosféricas. Años más tarde, fue Burial quien se convirtió en amo y señor de una tendencia de la que Portishead sacaron más provecho dentro de las fronteras más limítrofes al pop.
La perfección es posible
Nada más hacerse realidad “Dummy”, se pudo constatar que “Numb” no había sido fruto de un chispazo esporádico, sino la cerilla que prendió un caldo de cultivo a mayor gloria de once canciones perfectas, tanto de forma como de latido. Entre pálpito y pálpito del selecto encadenado de sampleados, arrastran al oyente a una desesperación vital, marcada por un despliegue subyugante de ritmos en slow-motion. Tonos y efectos hipnagógicos rescatados de grabaciones originales de Lalo Schifrin, Weather Report y, cómo no, Isaac Hayes. De este último, se sirven de su inolvidable “Ike’s Rap II”, sobre la que arman “Glory Box”: cierre de alfombra roja a un viaje polar por diferentes escenas de la música afroamericana de los setenta y del rock progresivo. Así, mientras el sueño toma forma a través de los filtrados digitales, los instrumentos clásicos, verbalizados en los punteos lánguidos de Utley y la voz afligida de Gibbons, son la cuerda que arrastran al incauto a un punto intermedio entre limbo y sentimientos terrenales.
“Dummy” es un mundo propio, deformado por la vampirización de muchos otros. Una burbuja que definió que Barrow dejara de escuchar música cuando empezó a hacer cosas para Portishead, tal como él mismo reconocía hace años. “Puse toda la energía musical que tenía en mis propias cosas. Pero este disco ha estado allí desde el principio y continúa inspirándome ahora. Por ejemplo, hay un beat que condujo a “Roads” y, aunque no son los mismos acordes, se trata de lograr la misma emoción. En este caso, lo que hizo fue inspirar “Machine Gun”, en “Third” (08) y los proyectos cinematográficos que he hecho desde entonces. Es una banda sonora muy corta hecha con un par de sintetizadores y una caja de ritmos en un pequeño estudio, pero la simplicidad es increíble. Me hizo darme cuenta de que no es necesario el exceso musical para crear emoción”.
Menos es más
Tal como reconoce Barrow, el minimalismo es parte integral a la hora de poder saborear tal buqué de gusto refinado con el que nos deleita en “Dummy”. La propensión en el pop actual a enmarañar pistas centrales con toda clase clics mentales hacia la dispersión reafirman la vigencia de la intuición con la que se armaron los raíles del primer álbum de Portishead. De la trompeta lejana de “Pedestal” al ritmo de emergencia constante de “Wandering Star”, el mural de soluciones engloban tanto a Morricone como al concepto funk minimal ideado por ESG a principios de los ochenta; y más en concreto, “UFO”: la canción más sampleada de la historia (sobre todo, dentro de las lindes del hip hop), que resuena como una exhumación del ritmo a través de una banda sonora blackxplotation de Isaac Hayes.
Electrónica azul
Resulta harto difícil testar la verdadera influencia de un monolito como “Dummy”. La fórmula es tan personal que cualquier reflejo siempre tiende a la comparación instantánea. En este sentido, más que la huella, lo que no ha dejado de crecer es la presencia de una sonido que refrenda la sensación de tratarse de un trabajo incomparable. Únicamente, de aquella generación de Bristol, Tricky fue capaz de plantar cara al recuerdo de “Dummy”. Sin embargo, la mutabilidad de su hechizo no tenía nada que ver con la homogeneidad a prueba de bombas que define cada movimiento del disco de debut de Portishead. La misma que ha servido para crear un planeta propio alrededor del que orbita lo que se acabó definiendo como electrónica azul. Y que Darkstar y James Blake refrendaron en los momentos más inspiradores de su carrera: satélites que enfatizan el triunfo de lo que, en su momento, supuso un trabajo como “Dummy”: recuerdo insalvable para todo el que quiera traducir pulso electrónico en tristeza reparadora.
Diez satélites alrededor de “Dummy”
Pole
Wagon Christ
Beth Orton
Quasimoto
Broadcast
Gorillaz
Burial
The xx
King Midas Sound
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