Trece horas y media de vuelos, Madrid-Londres y Londres-Seúl, armonizados por la homilía de los controles de seguridad de los aeropuertos. Llegamos a Corea del Sur a las 8 de la mañana, con la obligación de mantenernos despiertos hasta una hora razonable para evitar que el jet lag sea aún más brutal de lo que ya está siendo.
Esperando al transfer desde el aeropuerto a Seúl
Llegar al hotel, ducharse y, para no quedarnos dormidos y estropear el plan anti jet lag, salir a conocer el barrio de Songpa-gu, una especie de caos organizado sin aceras en el que la gente camina por el medio de la calle fumando sin parar y escupiendo ocasionalmente al suelo. Esto es curioso (lo de fumar) porque en el resto de la ciudad existe la prohibición -laxa- de fumar por la calle, por lo que la gente se apiña en callejones y traseras de los bares y restaurantes para aspirar humo. Cosa sorprendente en una ciudad con unas índices de polución y contaminación atmosférica bastante altos, como si los cigarros fuesen a empeorar la situación.
Una de las calles de Songpa-gu de día
Horror vacui en una esquina de Songpa-gu
Pagamos la novatada y pedimos unas cervezas que nos cuestan unos 6 euros (por ser cerveza de importación). Luego descubrimos que la cerveza local -la más habitual es la Cass- tiene un precio bastante más razonable, en torno a los 3 euros. Quedamos con un amigo español que vive en Seúl y que se casa el domingo con su novia coreana, y vamos a comer a un típico restaurante de barra corrida y bol de arroz con carnes y verduras especiadas, siempre acompañado del omnipresente kimchi (col encurtida y macerada con picante).
Después nos subimos en teleférico a la torre de Seúl, la colina más alta de la ciudad y desde la que se ve una panorámica de 360º de la ciudad, un monstruo megalómano postindustrial con 25 millones de habitantes, que es la imagen estereotipada de Asia en su poderío de rascacielos. Es un lugar de peregrinación habitual de las parejas surcoreanas, que profesan su amor romántico colgando un candado de una de las estructuras habilitadas para ello por toda la zona del mirador. Hay literalmente, millones de candados, algunos de ellos oxidadísimos y descoloridos por el sol.
Delirio romántico en la Torre de Seúl
Luego nos acercamos a un restaurante tradicional a comer Sabu-sabu, una orgía gastronómica con miles de pequeños platos en torno a un caldero central de caldo hirviendo en el que se hacen los alimentos. Al terminar, el estómago, la cabeza y las piernas nos lanzan señales -a gritos- de que volvamos al hotel a dormir, por fin, después de casi 36 horas despiertos.
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