Cuatro baterías y un fatídico destino
EspecialesFoo Fighters ...

Cuatro baterías y un fatídico destino

JC Peña — 22-02-2023
Fotografía — Archivo

Con su trágica muerte en Bogotá (Colombia) el pasado 25 de marzo de 2022, Taylor Hawkins se unió al panteón de baterías insustituibles malogrados prematuramente. Una historia triste con ecos del pasado.

Foo Fighters acaban de anunciar la continuidad del grupo y eso da a entender que David Grohl y compañía se lo han pensado bastante. Actuarán en el Boston Calling Festival de mayo sin que cuando escribo estas líneas hayan confirmado quién se encargará de tocar la batería. Han pasado nueve meses desde la traumática muerte de Hawkins. En septiembre le rindieron homenaje con su hijo Shaun tocando “My Hero”.

Remontémonos más de veinte años hasta agosto de 2001: una sobredosis de heroína casi se lleva por delante al fibroso y rubio Hawkins, enrolado ya entonces en una de las bandas de rock más exigentes del mundo. Estuvo dos semanas en coma en Londres, pero se recuperó contra los pronósticos más pesimistas. Poco más de dos décadas después, un infarto fatal acabó con su vida en el inicio de otra exigente gira mundial. Fans y curiosos no daban crédito. ¿Cómo era posible que el chico sano y jovial con aspecto de pulcro surfer californiano tuviera tan triste final?

Según los análisis de orina realizados en su momento, el corazón del músico no habría podido con un cóctel letal de diez fármacos, opiáceos, drogas y antidepresivos. El grupo canceló su periplo mundial, y tardó más de cinco meses en homenajearle en sendos conciertos en Londres y Los Angeles, retransmitidos a bombo y platillo por la MTV. Dave Grohl confirmaba a principios de año que continúan. ¿Error? ¿Decisión poco estética, dado el peso que tenía el músico en el grupo? ¿Volverá Grohl a las baquetas dentro del estudio?

Sólo semanas después del fallecimiento un (¿inoportuno?) reportaje en la revista Rolling Stones puso el dedo sobre la llaga, lanzando preguntas inquietantes que cayeron como una bomba en un mundillo que tiende al corporativismo blandito, siempre propenso a camuflar los trapos sucios bajo una espesa capa de buen rollo: según los testimonios de los baterías y amigos Matt Cameron (Pearl Jam) y Chad Smith (Red Hot Chili Peppers) -que después se quejaron amargamente de que sus palabras fueron sacadas de contexto-, Taylor llevaba tiempo agotado. Literalmente al límite de su capacidad física.

Tanto es así, que el músico, que al parecer seguía sufriendo de una fuerte inseguridad escénica, le habría dicho a su jefe -siempre según aquel artículo- que ya no podía seguir el ritmo de conciertos. El problema era que el enésimo discreto nuevo álbum del grupo no era sino una excusa para volver a la carretera a tocar los hits que todo el mundo les pide en decenas de conciertos masivos de duración maratoniana. Había que compensar el parón de la pandemia. De modo que, pese a esas supuestas reticencias, había decidido ponerse las pilas para acometer la que podría haber sido su última gira.

Sin embargo, los signos no eran alentadores: en diciembre de 2021 el agotamiento le había hecho desvanecerse en un vuelo a Chicago, de acuerdo con los testimonios de algunos amigos. La tragedia se consumó al inicio del tour, poniéndonos frente a los inexorables límites físicos que los músicos demasiadas veces pretenden obviar en giras que llegan a ser literalmente sobrehumanas. Son las exigencias del negocio: Foo Fighters tenían programados más de sesenta conciertos para el año recién terminado.

El precio de la excelencia

Nada nuevo, en realidad. Dos de los ilustres y admirados predecesores de Hawkins -los británicos Keith Moon de The Who y John Bonham de Led Zeppelin- corrieron una suerte similar: murieron demasiado jóvenes (mucho más que él), pero de forma repentinamente trágica, y también víctimas de los excesos. En ambos casos su peso musical era tan determinante que se llevaron por delante a sus míticos grupos. The Who se auto engañaron hasta que vieron que era imposible. Led Zeppelin lo dejaron inmediatamente.

¿Fue la de Hawkins, salvando las distancias, una tragedia predecible? Aunque la banda de Dave Grohl proyectaba la imagen de grupo sano alejado de las connotaciones siniestras del abuso de sustancias y la vida al límite, ciertos patrones se repiten: anti depresivos, alcohol, montañas rusas emocionales, presión enorme, giras interminables y agotadoras, inseguridades…

Siempre hay que ir al factor humano. Los músicos no son extraterrestres o dioses del Olimpo. Se suele pasar por alto un hecho objetivo: el puesto de batería es, con diferencia, el más exigente dentro de un grupo de rock. Lo sé de primera mano. De su buena forma, pericia, compromiso y sentido musical depende en gran medida que el grupo suene en su sitio, o por el contrario, se caiga a pedazos. Son el armazón sobre el que se levantan las canciones. No se le da suficiente crédito a los (escasos) buenos baterías, que construyen los cimientos de las canciones. En el caso de un robusto grupo de rock como Foo Fighters, liderado por el excelente batería de Nirvana, la exigencia -podemos imaginar- es máxima. ¿Cómo llevar que el tipo que canta y hace las canciones toque igual o mejor que tú? Un ejemplo: “Everlong”, con sus interminables y vigorosos redobles y cambios de ritmo. Imaginemos casi tres horas de esto, noche tras noche, cuando uno ya tiene cierta edad. No hay manera de tocar esto poniendo el piloto automático.

De hecho, Matt Cameron, cuya veterana banda Pearl Jam ha tenido la sabiduría de espaciar mucho sus conciertos desde hace años, se sinceró a los periodistas de Rolling Stone en aquel artículo de la discordia: “Hay cosas reales y específicas sobre lo que hacemos que son realmente difíciles. Es como si tuviéramos que correr un maratón cada vez que subimos a un escenario, simplemente porque la música requiere ese tipo de energía”. Estaba diciendo la verdad.

Y a fin de cuentas, ¿quién podía sustituir a Taylor, con su energía aparentemente inagotable y su sonrisa? Los que saben de qué va esto lo tienen claro: un batería bueno (y si puede ser, carismático) es un tesoro. Pete Best, precedesor de Ringo Starr fue sumariamente despedido por Brian Epstein. Una vez con Ringo a las baquetas, The Beatles despegaron hasta el Olimpo. La precisa contundencia de John Densmore podría ser el secreto mejor guardado de The Doors. The Police no hubieran sido lo que fueron sin Stewart Copeland. Joy Division y New Order le deben un mundo al metrónomo humano Stephen Morris. U2 habría sido otra cosa muy distinta sin el majestuoso y personal Larry Mullen Jr. Wilco son otros desde que entró en la banda el elegantísimo Glenn Kotche. Los Planetas alcanzaron la gloria, en buena medida, por la incombustible pasión y pegada de Eric Jiménez… el batería define el sonido del grupo mucho más de lo que la gente se imagina. ¿O es lo mismo The Cure sin la solidez elegante de Boris Williams? Pues no, no es lo mismo. Lo siento por Jason Cooper. Y Metallica… son Metallica a pesar de Lars Ulrich.

El mismo Dave Grohl, batería de primer nivel, lo ha repetido: ese puesto es el más sensible dentro de una banda de rock. Por eso reclutó en 1997 a Hawkins, vigoroso instrumentista de estilo tan energético como técnico, capaz de lanzar guiños a héroes de las baquetas como el mencionado Stewart Copeland o sus otros ídolos, Roger Taylor (Queen), el intrincado Phil Collins de Genesis o el mismo Bonham. Sin desmerecer las canciones que grabó Grohl, fue con Hawkins a la batería cuando todas las piezas de Foo Fighters encajaron. Su pérdida parecía irreparable. Pero en la banda se ha decidido otra cosa. “Sin Taylor nunca nos habríamos convertido en la banda que éramos, y sin él sabemos que vamos a ser una banda diferente que mira hacia delante”, ha admitido Grohl en su comunicado reciente. Sí pero no. En resumen: the show must go on.

Bala perdida

Como algunos de sus héroes, Hawkins había coqueteado con el lado salvaje en la mejor (o, según se mire, peor) tradición del rock and roll. Ejemplos tenía en la aristocracia rockera. Y como buen melómano fan de esta peculiar mitología que hace culto del exceso, era plenamente consciente de ellos, como confesó al respecto de aquel lejano incidente casi fatal del verano de 2001. Entonces el músico estaba siguiendo una especie de oscura tradición que acabó con dos de los grandes grupos de rock de todos los tiempos. Es decir, con sus insustituibles baterías.

Keith Moon, de The Who, representa la máxima expresión del gamberro incontrolable. Un bala perdida excéntrico, imprevisible y por momentos irritante, a quien sus compañeros soportaban por su extraordinario talento. Un estilo caótico imposible de imitar dictaba los laberínticos vericuetos por los que tenían que transitar sus tres compañeros, que le seguían y aguantaban casi todo, incluso gamberradas peligrosas y de mal gusto como que llenara su bombo de petardos y los hiciera explotar sin avisarles en una legendaria actuación televisiva, broma que le costó el oído al guitarrista y compositor Pete Townshend; o lanzarse en su Rolls Royce al estanque de su mansión (otro clásico del desfase).

El desastre y el escándalo seguían al músico, que en 1970 atropelló mortalmente a su chófer en un altercado durante la inauguración de un pub. Moon se libró de la cárcel por los pelos. Pero en ese momento su grupo era una imbatible máquina de rock propulsada precisamente por la energía demente del estrafalario, excesivo batería. Que, además, era un alcohólico empedernido.

Sus payasadas y locuras acabaron abruptamente en 1978. Aunque sabían que Moon había comprado todas las papeletas para acabar fatal, nada pudieron hacer sus tres compañeros. La década de los setenta había visto cómo la inspiración se les agotaba a los abanderados del movimiento mod, convertidos en súper estrellas capaces incluso de protagonizar sus propios musicales, pero que publicaban discos cada vez más anodinos. Como a otros compañeros de generación, el punk amenazaba con reducirles a dinosaurios caducos. Quizá también por ello llevaban tiempo metidos en una destructiva espiral de excesos. En la barroca y excesiva adaptación cinematográfica de “Tommy” (1975) Moon daba rienda suelta a su indomable lado histriónico encarnando al estrafalario tío del protagonista encarnado por Roger Daltrey.

Viendo el lamentable estado de Keith en el barroco musical de Ken Russell, alguna mente despierta podría haber concluido que la catástrofe estaba a la vuelta de la esquina. En las sesiones de “Who Are You” (1978) el músico había dado sobradas muestras de no estar bien, pero los estragos de la fama también afectaban a sus compañeros, empujados por la inercia del caos: así que el anunciado desastre se consumaría el siete de septiembre de 1978, tres semanas después del lanzamiento del álbum. Según recuerda Roger Daltrey en sus memorias, Moon se puso a dormir después de desayunar. Nunca se despertó. La noche anterior él y su mujer habían estado en una fiesta en Covent Garden (Londres) cuyo anfitrión era Paul McCartney. La autopsia certificó que Moon se había tomado treinta y dos pastillas sedantes de un fármaco con el que trataba su alcoholismo. Qué cosas: había cumplido treinta y dos años pocos días antes.

En su libro Daltrey no tiene miedo en afirmar que el estilo de vida del batería era tan salvaje, descontrolado y autodestructivo que llevaban cinco años, o más, esperando su muerte: “Podría haber pasado en cualquier momento”. Pete Townshend se lo temía igualmente, pero según escribe amargamente en su autobiografía se engañaba pensando “que nunca sucedería”. Cuando la catástrofe se consumó, el guitarrista confiesa que se le fue la cabeza y se dedicó a negar la realidad: sin el gamberro tocapelotas, ahora ya todo sería coser y cantar. Aunque les costó reconocerlo, la realidad es que sin la pieza esencial de Keith Moon The Who habían dejado de existir. Sus baterías intrincadas y explosivas eran el corazón del grupo.

La banda no había tocado durante todo aquel año porque el estrafalario músico no estaba en condiciones. Tras su muerte se apresuraron a enrolar a Kenny Jones, batería de The Small Faces, de cara a girar su nuevo álbum. Townshend, amigo personal de Jones, se empeñó en el fichaje. Craso error. “Un gran batería, pero completamente equivocado para nosotros”, sentencia Daltrey. Y es que Jones era justo la antítesis del barroquismo caótico y salvaje, incontrolable, que había definido al grupo. El invento no funcionó, y después de grabar un LP irrelevante, el cuarteto bajó el telón en 1982. Keith Moon era, en efecto, imposible de sustituir. “Una vez murió, algo irremplazable nos faltaba. Todo lo que nos quedó fue su fantasma riéndose mientras tocaba “Who Are You”, reconoce en sus memorias Townshend. En su funeral estuvo presente el recientemente fallecido (pero a una edad avanzada) y buen amigo de Moon Charlie Watts, que lloró lo suyo.

El talón de Aquiles de Bonzo

El estilo caótico y torrencial de Moon era completamente opuesto al del legendario batería de Led Zeppelin, John “Bonzo” Bonham. John Henry Bonham era un súper dotado que articuló el sonido de la batería del rock llevándolo a una nueva dimensión, con su pegada y clase, creando una escuela que llega hasta nuestros días, y que se reflejaba parcialmente en el estilo de Hawkins. Resulta difícil discutir que Bonham es el mejor batería de rock que ha existido. No hay más que ver su prodigiosa interpretación de “Moby Dick” (demoledor solo incluido) en el Madison Square Garden, hoy disponible en YouTube. Lo tenía todo.

De igual manera que Hendrix hizo de la Stratocaster y el amplificador Marshall su inigualable emblema guitarrístico, John Bonham configuró su instrumento para hacerlo sonar de un modo único: bombo de veintiséis pulgadas como tributo a sus admiradas big bands, doble timbal base, platos expansivos pero oscuros, cajas como un trueno, patrones sólidos como una roca. Todo con una fluidez prodigiosa. Era como si un dios germánico se hubiera puesto a tocar ese instrumento, con un groove inimitable. Una fuerza de la naturaleza que impulsaba a su grupo al Valhalla del rock. Una combinación de potencia y delicadeza sólo al alcance de los elegidos.

Pero como le sucedía a Moon, el talón de Aquiles del hercúleo Bonham, el batería total, estaba en la bebida. Murió justo dos años después que su caótico y brillante compatriota, y a su misma edad. Había superado los problemas con la heroína, pero el alcohol seguía siendo su perdición: bajo su influjo, su personalidad se transformaba y no precisamente para bien, como recuerdan quienes le conocieron. Al parecer, su carácter se volvía agreste, ingobernable.

Había formado con sus compañeros Led Zeppelin en 1968. Su tremenda pegada e innato sentido rítmico contribuyeron al ascenso irresistible del cuarteto, convertido en una de las instituciones rockeras más grandes del mundo -rivalizando con The Who: se dice que el nombre del grupo salió de un chiste malévolo que hizo Keith Moon-, con una sucesión de discos y conciertos legendarios, que llevaron al grupo a embarcarse en un estilo de vida peligrosamente excesivo. La aportación de Bonham al sonido de Led Zeppelin es incalculable.

Pero como sucedía con The Who, a finales de los setenta la banda ya había dado lo mejor: su más reciente disco había recibido críticas tibias. Zeppelin se habían convertido en dinosaurios denostados por los arrogantes mocosos del punk y la nueva ola. A punto de emprender una gran gira por Estados Unidos en apoyo de “In Through The Out Door” -y tras tres años sin casi pisar los escenarios tras la trágica muerte del hijo de Robert Plant y los problemas con la Hacienda británica de la banda-, el 24 de septiembre de 1980 Bonham llegó a los ensayos de los estudios Bray con dieciséis chupitos de vodka en el cuerpo. Aquello había sido su desayuno.

Unas semanas antes, en junio, se había desplomado en medio de la tercera canción durante un concierto en Nüremberg, Alemania. Alerta roja. De modo sospechoso, el grupo se apresuró a desmentir que la causa hubiera sido la bebida. Pero Bonham era un alcohólico de libro, y en aquel fatídico ensayo de septiembre iba a redoblar su ritmo etílico hasta el colapso, quizá como reacción a las exigencias que podía esperar de la carretera. Por la tarde todos fueron a la casa del guitarrista Jimmy Page en Windsor. Bonham se quedó frito, y a medianoche le llevaron a una cama a dormir la mona. Pésima idea: en la tarde posterior el tour manager y el bajista John Paul Jones le llamaron, pero no respondía: se había ahogado en su vómito, provocado por los más de cuarenta pelotazos de vodka que se había metido entre pecho y espalda, en total, antes y durante los ensayos. Por aquella época también había empezado a tomar anti depresivos, aunque se desconoce si tuvieron que ver algo en su muerte. Un clásico del rock.

Page, Plant y Jones estaban destrozados. Bonham no sólo era su compañero, sino, por encima de todo, su amigo del alma. En diciembre de ese mismo año la banda emitió un comunicado legendario de gran elegancia, donde cerraban la puerta a cualquier posibilidad de continuar sin él (las comparaciones duelen). Ponían por escrito lo evidente, lo que Townshend había soslayado imprudentemente tras la muerte de su batería: “No podemos seguir como éramos”. Hay grupos cuyas piezas no se pueden reemplazar, es así de sencillo. Quedaba el legado de Bonham como uno de los baterías más influyentes en chavales como Taylor Hawkins. En 2012 Jimmy Page y Robert Plant enrolaron al hijo de John, Jason, como batería, en un bonito guiño y epílogo a su enorme legado (gesto que han emulado muy conscientemente Foo Fighters). Jason se había quedado huérfano a los catorce, pero a su padre le había dado tiempo a inculcarle el amor por las baquetas.

Como Moon y Bonham, Hawkins se ha ido demasiado pronto, en el peor momento y de mala manera, siguiendo, muy a su pesar, esta extraña y larga tradición que se remonta a la era dorada del rock. Aunque no se hayan dado nombres, una sustitución sigue chirriando. Su muerte extemporánea y aparentemente incomprensible nos recuerda lo raros y preciosos que son estos instrumentistas cuando alcanzan su mejor versión. Y también lo extraordinariamente exigente que es su trabajo, por mucho que demos por sentado que son solamente millonarios caprichosos que lo tienen todo hecho.

El héroe olvidado del post-punk

No había cumplido los veintiocho cuando Pete de Freitas, batería del grupo emblema de Liverpool Echo and The Bunnymen, falleció en un accidente de moto en la carretera inglesa A 51. Iba de Londres a Liverpool en su Ducati de 900 cc. Estamos en junio de 1989. Hace un par de años que ha vuelto al redil, después de una temporada en Nueva Orleans, donde ha estado básicamente dándole a la botella. De Freitas había ingresado en la banda en 1979, reemplazando la caja de ritmos con la que el vocalista Ian McCulloch, el guitarrista Will Sargeant y el bajista Les Pattinson estaban trabajando. Inspirado por el estilo tribal, con utilización intensiva de timbales, de Budgie, brillante percusionista de Siouxsie, y otros muy competentes baterías del post-punk, encajó como un guante en un cuarteto que grabó un puñado de discos memorables. Hasta ese día fatídico.

Su impecable pegada y clase puede apreciarse en vídeos de conciertos de la época, y, por supuesto, en esa ristra de álbumes majestuosos, de “Crocodiles” a “The Game”. Antes del fatal accidente, De Freitas se dirigía en su moto a ensayar con el nuevo vocalista del grupo Noel Burke -McCulloch se había largado con cajas destempladas para iniciar una fallida carrera en solitario-, pero la prueba nunca tuvo lugar. Natural de Trinidad y Tobago, de Freitas mantiene su estatus como uno de los baterías más certeros e inspirados del post-punk, y otro gran músico de las baquetas malogrado por el alcohol y un destino adverso. Aunque no se le recuerde tanto como a Moon y Bonham. Sin él, Echo and The Bunnymen ya no volvería a ser lo mismo. Tampoco es casual.

Lo siento, debes estar para publicar un comentario.

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.