Death Cab For Cutie
A muy pocas bandas se les perdona haber editado una obra maestra. R.E.M. ya no son los mismos desde “Automatic For The People”. Mercury Rev lo han intentado, pero nunca se les ha permitido acercarse al nivel de “Deserter’s Songs”. U2 no levantan cabeza desde que sacaran de la chistera “Achtung Baby”. De acuerdo, Radiohead supieron reinventarse con "Kid A" tras “OK Computer”, pero fue un mérito reconocido mucho después y nunca de forma unánime. Wilco siempre será la banda de “Yankee Hotel Foxtrot”. Veremos qué sucede con Animal Collective tras “Merryweather Post Pavillion” . Sí, claro, Tom Waits. Pero Tom Waits lleva veintiocho años editando obras maestras y es imposible demostrar lo contrario. O quizás Arcade Fire, LCD Soundsystem o hasta Low hayan mantenido la excitación en todo momento.
Cuando en 2003, Death Cab For Cutie editaba “Transatlanticism”, su trayectoria hasta entonces había estado salpicada de pequeñas alegrías y del apoyo generalizado por parte del universo indie, no exento de una cierta indulgencia. Mientras nos maravillábamos con “Agaetis Birjun” de Sigur Rós o con la magia de “The Soft Bulletin” de Flaming Lips, permitíamos una nota a pie de página para acordarnos de una banda que había surgido del frío norte de Estados Unidos presentando “Something About Airplanes”, un emotivo disco de canciones que recordaban la esencia de Built To Spill. Un año después, cuando At The Drive-In se hacían mayores con “Relationship Of Command” y Modest Mouse empezaban a captar a muchos para su causa, los de Bellingham volvían a provocar simpatía y un cálido apoyo con su segundo “We Know The Facts And We’re Voting Yes”. “Title Track” o “Employment Pages” eran reverenciados con la boca pequeña, mientras decidíamos si “Kid A” era una obra maestra o alguien nos estaba intentando tomar el pelo. Doce meses más tarde, todos los focos se concentraban en el resurgimiento del rock de las manos de unos neoyorquinos llamados The Strokes, secundados desde Detroit por una pareja de ¿hermanos? que tras dos discos menores empezaban a acumular tinta con una maravilla llamada “White Blood Cells”. A lo suyo, DCFC editaban su tercer largo en otros tantos años, “The Photo Album”. Demasiadas novedades y revoluciones alrededor como para prestarles mucha atención, pero había ya quien se atrevía a apuntar que tras esa banda de nombre extraño habitaba un pequeño genio llamado Benjamin Gibbard y que al final iba a resultar que lo suyo iba en serio. Y claro, dos años después, llegaba “Transatlanticism”, mejor disco del año 2003 para esta revista.