Todas las alabanzas que van a leer en medios, blogs y demás mensajes en redes por parte de los asistentes al concierto de Neil Young en el Poble Espanyol de Barcelona, son ciertas. Puede que incluso alguno se quede corto. Hacía tiempo que como simple aficionado no disfrutaba tanto de un artista sobre un escenario, y no solo por ese esplendoroso set-list que parecía elegido de antemano para alegrar a los seguidores de su carrera más arquetípica. Los mismos fans que medio comprendíamos, con una mueca de sarcasmo, que David Geffen demandara a nuestro héroe en los tribunales por renunciar en los ochenta a lo que el magnate discográfico intentó definir como su sonido característico: el que mejor condensa el rock americano de los setenta. Ese mismo toque de distinción de su guitarra, que anoche dejó una huella profunda a la hora de doblar las largas notas que suspendió, para la memoria, en el aire.
De hecho fue cuando entonó la letra de “Vampire Blues” que lo tuve claro: “I'm a vampire, babe, suckin' blood, from the Earth”, cantaba Neil Young mientas absorbía ante nuestros ojos pasmados, la energía desmedida que una banda formada por componentes que podían ser sus nietos, dejaba flotando en el ambiente. Decir que eran una suerte de jóvenes Crazy Horse, sería lo obvio. Pero lo cierto es que en su biografía Neil Young ya nos había confesado que tuvo que defender muchas veces a su banda, frente a las críticas de la supuesta impericia de sus acompañantes más míticos. El propio jefe decía que no le importaba que su grupo pudiera perder el tempo o que no fueran músicos de toque sofisticado. Lo importante es que ellos eran los que mejor le llevaban en volandas, a perseguir ese momento en el que se produce un misterioso click próximo al nirvana tonal que todo lo justifica. Una búsqueda de un clímax que no siempre se alcanza, pero resulta mágico cuando se logra.
Los Promise of the Real del guitarrista Lukas Nelson –hijo de Willie Nelson- le pusieron las pilas a la música de Neil Young, y encima lo hicieron con un tempo marcial, muy sujeto a las órdenes del canadiense, erigiéndose en una versión no solo joven, también precisa, de los Crazy Horse. Y Neil Young, con esa pose tan característica, se plató en el centro frente a la batería para chupar hasta la última nota y relanzarla ante un auditorio al borde del colapso, ante el placer de disfrutar de versiones con el sonido característico de Young que decía Geffen.
Temas como las encadenadas “Winterlong”, “Love To Burn”, “Mansion On The Hill” o “Revolution Blues” son la esencia de un Young que vive sobre el escenario una suerte de danza de la juventud que afecta incluso a una voz que no se ha ajado, como la de su amigo-rival Stephen Stills, con el paso del tiempo.
Si la viejas glorias son capaces de mantener sobre el escenario la esencia que los engrandeció, larga vida a las viejas glorias.
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