Las mejores cosas cambian para que, en el fondo, todo siga igual. Mucho de ello hay en “L’amor feliç”, retazo de vida hecho canciones, que los barceloneses entregan con el reto –materializado con éxito- de armar su particular universo lírico de un repertorio aún más rico en matices, arreglos e instrumentaciones.
Que algo ha cambiado en Mishima resulta evidente desde la épica y multiforme obertura con “La vella ferida”, “canción huésped” que alberga varias canciones potenciales marcadas por el protagonismo de distintos instrumentos: el piano –en el primer tercio o presentación-; las guitarras y los reverbs –nudo- y el órgano –desenlace-. Una concepción que continúa en la hipnótica y romántica “Els vespres verds”, con su guitarra-esqueleto; el prominente bajo de la sinuosa “Ull salvatge” o la pegadiza “L’última ressaca”, single por definición, probablemente el mejor desde “Qui n’ha begut”, y no es que Mishima vayan precisamente escasos de singles redondos. Paréntesis poéticos aparte –el homenaje a Georges Brassens y a la chanson de “No existeix l’amor feliç” y a Rilke en el tema del mismo título-, la segunda mitad del disco acoge dos de esas piezas, ya habituales, más desenfadas y lúdicas: la adhesiva e inspirada “El camí més llarg”, la más rockera del álbum; y la gamberra “Ossos dins d’una caixa”, con un toque Quimi Portet.
Y como guinda, otra novedad: el registro más agudo hasta la fecha de David Carabén en “Ningú m’espera”, con ligeros ecos a los mejores U2. El resultado pone de relieve otra contradicción muy real: como en la vida misma, eterna transformación, en el mundo de Mishima todo cambia para permanecer igual de inspirador.
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