En ocasiones, uno agota todos sus argumentos con respecto a sus bandas favoritas. Korn, en lo que a sonidos duros se refiere, lo han sido –de hecho siguen siéndolo-. Quizás sea que las bandas no evolucionan lo suficiente como para ofrecernos nuevos argumentos que esgrimir, o puede que, convertidos ya en referencia, a Korn solamente se les pueda definir a partir de sus propias dimensiones y quién sabe si limitaciones. Como muchos otros grandes artistas del metal de este fin de siglo, Korn han sabido digerir la influencia del hip hop, deglutirla y adaptarla a sus postulados, han sido capaces de aceptar que las melodías y los arreglos de los ochenta aún pueden ser una muletilla de la que echar mano en momentos de desesperación creativa, incluso se han mostrado válidos para reorientar el futuro de los sonidos duros, que no extremos. Ahora, cuando sus competidores se cuentan por decenas y sus alumnos por centenares, los de Jonathan Davis han aceptado incluso dotar de un halo de oscuridad aún mayor a sus composiciones, generando de paso un disco incómodo, pero también –y desgraciadamente- algo fallido. Y es que nunca antes Korn habían entrado con tanta dificultad, jamás habían cargado la fuerza de los temas en los ambientes y los arreglos como ahora, ni siquiera habían llegado a redondear un disco tan denso y asfixiante como un «Issues» que –insisto- se verá obligado a vivir durante el resto de sus días como el trabajo menos inspirado del grupo.
Sos un pelotudo.