Como en “Pedro Páramo”, la novela del mejicano Juan Rulfo, estos inquietos castizos del rock instrumental vuelven a su Comala particular en formato de disco, para reclamar lo que les pertenece por derecho. Es decir, un sonido que fluye como los saltos de un torrente de montaña ("Turbina"), contundencia de yunque de platero ("Don Pedro"), visceralidad sin freno ("La reina de África"), la densidad de la arena deslizándose en una duna del desierto ("Ad Bellum", un tema que podría estar firmado por Colour Haze sin problema alguno), unas fauces bien tensadas a modo de las de una boa constrictor ("Áspid"), precisión de bisturí (su adscripción a los extintos Sou Edipo y Adrift es un garante de técnica y calidad) y, ante todo, un sonido más pulido que los encerados de Karate Kid (conseguido en los Influx Studios de Miguel Lozano, bajista de Novak) y que supera con creces al de su ya por si afinada ópera prima, firmada hace ya seis años. No es de extrañar que compañeros como Toundra o Jardín de la Croix se quiten el sombrero ante estos fabricantes de matrioskas sonoras con aroma a psicodelia y stoner de vitola.
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