El de Daniel Bachman es uno de esos nombres con los que quizá nunca te hayas cruzado en la prensa musical, y que probablemente no han sonado jamás en tu equipo de música. Pues ya va siendo hora de que bendigas a tu estéreo con uno de sus discos de sonido puro, cristalino y deliciosamente orgánico, y no estaría nada mal empezar por el final. Porque su último disco es de los que dejan huella. Hasta el lanzamiento de este álbum epónimo, este músico de Virginia (afincado en Carolina del Norte) tenía en su haber siete discos en los que ha volcado de múltiples formas distintas su pasión por los instrumentos de cuerda. Siempre en formato solista y rigurosamente instrumental, ha experimentado con acústicas, banjos, lap-steels y otros artefactos con un estilo muy personal y maduro, al principio bajo el nombre de Sacred Harp y después (desde el tercer disco) con el suyo propio. Ahora mismo tiene sólo 26 años, lo cual da bastantes pistas de la precocidad de este colaborador ocasional de Ryley Walker.
En su octavo trabajo, Bachman juega con el drone en un par de temas pero la guitarra acústica es la única protagonista, pulsando notas que se encadenan en imágenes de cautivadora belleza y altísimo poder narrativo, creando silencios mágicos y haciendo de las letras algo completamente prescindible a lo largo de siete composiciones en las que las atmósferas melancólicas (“Brightleaf Blues”, “A dog named Pepper”) y luminosas (“Watermelon Slices on a Blue Bordered Plate”, “Wine and peanuts”) se entremezclan con grácil naturalidad, como el yin y el yang de la vida misma. Grabado en dos días en el Gravey Boat de la ciudad de Durham, esta colección de blues resplandeciente, folk de aire celta con arpegios místicos y country pastoral puede elevarte un par de palmos sobre el suelo si sabes recibirlo como se merece.
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